El lugar donde coinciden cuerpo y espíritu, se adivina letanía cósmica, vaho de nebulosa, campiña de sistemas y astros, anudada al nacer y morir en ciclo eterno. El alba, cual gaviota, bate sus alas en verde-azul sobre la superficie, envuelve la espesura del mundo [con lunares dorados, con manto de cobre, de cobalto. En la región opuesta viaja la muchedumbre, desfila en maderamen de avenidas, monocorde al precio, al azar, subsiste adjudicando su vida. En la acera deshojan corazones con bruma dérmica y pearcing óseo, como trigo arrancado por el hoz estremecen saliva terrenal. En casta de imperios la equidad es gris, territorio desvencijado por el ego en amalgama de viviente ambición. Se forman hordas de soldados: en arena de ciego sol primigenio como plástico dúctil, dispuesto a servir en la pandemia del poder. El agua va del mar a la tempestad, del río al grotesco afluente de la guerra; al diseño legamoso de cadáveres que emergen en la tristeza del universo. La nube, lirio desnudo, en transparencia se mueve, atrapa oxígeno, trozos de humanidad vestida de terror, gobierno, religión. El océano se corrompe en rapiña y brea, condena el remate del liquido divino cautivo a la oferta y la demanda. La tierra sufre, languidece sobre sus entrañas, dispuesta a perecer en el cadalso de nuestros descendientes. En Harlem, niños fallecen con el rostro sucio, con el hambre en el rincón de las rodillas. En Harlem, los ancianos calientan su herrumbre en prisiones urbanas en tanto se alaba la producción en un paraíso de basura. Se vende todo: sueños al viajero; voz al poeta; al corazón, luciérnaga; al hombre, esclavitud; fanfarrias, al dogma; a la serpiente, votos. No somos mercancía ni fermento de trueque, habitamos semejantes al gorrión, al árbol, a la molécula y como la hoja, la leña, el barro. En una gota nuestro núcleo se integra, se volatiliza en ruinas de existencia.