El hombre del barrio parece estar ahí desde siempre. Muchos piensan que gracias a él, el propio barrio y todo lo que encierra son lo que son, aunque sólo algunas viejas zalameras creen todavía que el hombre del barrio sea el creador de lo visible. El hombre del barrio, bien vestido y rodeado de un enjambre de guardaespaldas, intérpretes y asesores, detiene su paseo electoral en la zapatería de toda la vida. Ha elegido ese establecimiento como podría haber elegido otro cualquiera, pues todos sus vecinos son iguales para él, y entra envuelto en distancia de seguridad. Saluda con aire distraído al propietario, cuyo gesto nervioso ha quedado a medio camino entre el recibimiento vasallo y la espontánea dignidad que debe mostrar cualquier ciudadano moderno. El hombre del barrio se acerca a la mercadería, alaba la terminación de los mocasines acá, o el olor a piel auténtica de las botas, esto sí es un par de botas, allá. Después pasa junto a la mujer del zapatero, sin verla, y golpea campechanamente el hombro del joven primogénito de la familia, que sonríe intimidado cuando escucha lo hombretón que está hecho. Pero el hombre del barrio no ha venido a comprar unos buenos zapatos, que sin duda le serán regalados. No ha venido a interesarse por la marcha del negocio o los estudios del chico; ni siquiera ha venido a pedir el voto de la familia zapatera. Ha venido por ella. Por la pequeña Marta. La mira con detenimiento, sonríe buscando en el rostro infantil algún rastro de imposible afecto y, finalmente, asiéndola por el brazo, la arrastra hasta una banqueta cercana para poder sentarla en sus rodillas y acariciar ese pelo nuevo. Durante largo rato le dice cosas al oído, muchas cosas. La niña permanece impasiblemente sumisa porque las niñas buenas saben cuál es el comportamiento que se espera de ellas. Una niña buena (fuente: vainilladolly) El hombre del barrio ha terminado. Mientras se pone los guantes y sus funcionarios comprueban que la calle es segura, se acerca al zapatero y le dice: “Confíe en mí”. El hombre del barrio se marcha. Unos aseguran que va a su casa, que es la de todos, y otros que pasea por las aceras siempre, de día y de noche, velando por la seguridad de su país, nuestro hogar. Para algunos, incluso, el hombre del barrio vive con otros hombres del barrio que, en tiempos de campaña, visitan zapaterías donde niñas muy serias esperan escuchar las obscenidades propias del poder sin control que sus zapateros padres votan una y otra y otra vez para que, aunque ya nadie cree que el barrio fuera a extinguirse si el hombre del barrio no estuviera, todo siga como está.