Desde hace más de medio siglo Estados Unidos no mantiene con los países europeos, ni con la UE, una relación internacional de igualdad. Cuando se esbozó alguna importante divergencia europea respecto de las directrices de la Administración USA, el conflicto no se resolvió con un compromiso de transacción bilateral, como sucedió a veces con su adversario soviético, sino con un allanamiento de su incondicional amiga, Europa Occidental.
Una cosa es la incuestionable hegemonía mundial de EEUU como hecho determinado por la relación de fuerza internacional, y otra muy distinta que los Gobiernos europeos la vean, con relación a ellos, como un derecho americano a decidir el porvenir de Europa, es decir, como si tal derecho fuera la última expresión de la historia universal y nada pudiera hacerse para transformarlo en una relación cooperativa de amistosa igualdad. El exacerbado dominio de la Administración Bush sobre los Estados europeos no expresa leyes ocultas de la historia. Se ha producido de modo voluntario porque, a uno y otro lado del Atlántico, se antepone la cuestión de la seguridad absoluta a la de la libertad. Hemos de recordar, sin embargo, que la historia de Europa aún no ha comenzado.
Salvo guerras y alianzas, los historiadores no ponían los episodios nacionales dentro de los contextos extranjeros que los hacían comprensibles. Para dotar a los hechos locales de sentido universal, Hegel inventó la filosofía de la historia, en tanto que proceso de realización de la idea de libertad en tres fases sucesivas. La historiografía dejó de contar catetismos del orgullo nacional para articular arbitrarias síntesis idealistas de progreso, decadencia o eterno retorno. Pocos historiadores han respetado estas dos evidencias: 1. Europa nunca ha sido sujeto de la historia. 2. El devenir de los países europeos, desde la Revolución Francesa, ha sido determinado por la alternancia de potencias hegemónicas (Francia, Rusia, Alemania, EE UU) y no por una idea de unidad política europea.
No obstante, debemos comparar la situación actual con las del pasado, donde la idea de Europa tuvo mayor influencia, para aclarar la clase de hegemonía que EE UU ejerce sobre la UE. Pues el «seguidismo» de los pueblos europeos a una potencia mayor puede obedecer a una constante histórica que los arrastra a la servidumbre voluntaria, o a la aceptación de un liderazgo ideológico foráneo, que sea reputado tan infalible en la interpretación del interés de Europa como el que tuvo el Papado medieval en defensa de la Cristiandad, respecto de reyes y emperadores.
Parece evidente que la hegemonía del presidente Bush sobre Europa no es comparable a ninguna de las que tuvieron sucesivamente en el siglo XIX Napoleón, el zar Alejandro o Bismarck. Pero tampoco se parece al liderazgo humanista de un presidente Wilson que, «dirigiéndose a los pueblos por encima de las cabezas de sus gobernantes», buscó la garantía de la paz europea en una Sociedad de Naciones. Wilson no era el idiota personaje que se imaginó Keynes en noviembre de 1919. Mantoux lo demostró en «La Paz calumniada» (1946). Hay que esperar a Eisenhower para que el Partido Republicano inaugure el tipo de hegemonía sobre Europa que Bush quiere transformar ahora en jefatura prebendaria.
El esquema mental de Bush es muy simple. La fuerza destructiva de EEUU es muy superior a la de cualquier otra potencia. Los enemigos de EEUU son enemigos del mundo. La vieja Europa (Francia, Alemania) no comprende el peligro universal del terrorismo. Quien nos ayude en la destrucción de sus albergues participará en el negocio de la reconstrucción. La joven Europa (Reino Unido, España, Polonia) ha hecho suya tal simpleza. Con prebendas se constituyen jefaturas y no liderazgos. Por eso, Bush divide Europa en dos zonas de influencia: la vieja, de hegemonía atlántica, y la nueva, de jefatura tejana.
*Publicado en el diario La Razón el jueves 28 de agosto de 2003.