Turtles all the way down (foto: zachstern) Azar e inteligencia Los griegos ya intuían que ni los dioses ni los hombres habían creado el cosmos o ese orden de todas las cosas que “siempre ha sido, es y será un fuego eterno que se inflama en parte y se apaga en parte” (Heráclito). Siglos más tarde, otro sabio, Spinoza, señaló que todas las calificaciones morales acerca de la realidad y las consideraciones finalistas son puros antropomorfismos: el mundo es un teorema infinito que se desarrolla con necesidad absoluta y ciega. Nos queremos necesarios, inevitables y ordenados desde siempre. Y todas las religiones, varias corrientes filosóficas y una parte de la ciencia no han dejado de hacer el heroico esfuerzo de negar la propia contingencia de la humanidad. Pero el darwinismo vino a sellar las consecuencias que se derivaron de la revolución copernicana: el hombre sabe que está solo en la inmensidad indiferente del Universo, habitando un minúsculo planeta del que ha emergido por azar, porque aunque éste está excluido por definición del universo de Laplace, el puro azar es el fundamento del prodigioso edificio de la evolución. Y a escala microscópica existe, enraizada en la estructura cuántica de la misma materia, una fuente de incerteza más radical aún que el azar, un principio de incertidumbre que no llegaba a ser enteramente admitido por físicos tan grandes como Einstein, que decía no poder aceptar que Dios jugase a los dados. Volviendo a Darwin, éste se mostraba reacio a utilizar la palabra evolución debido a sus engañosas connotaciones de progreso o mejora, cuando realmente lo que prima en el cambio orgánico es una mayor adaptación a un medio ambiente que favorece en determinados periodos una línea de mutaciones. Si la catástrofe augurada por los que alertan del cúmulo de CO2 en la atmósfera, del aumento de la población mundial o de otros grandes peligros, se hiciera realidad, de poco le serviría al hombre su inteligencia o superioridad evolutiva frente a la capacidad de supervivencia de la tortuga, cuya estupidez le ha permitido permanecer como especie más de doscientos millones de años sobre la tierra.