Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada, porque yo no era socialista. Luego vinieron por los sindicalistas y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada, porque yo no era judío. Luego vinieron por mí, y no quedó nadie para hablar por mí.
Este poema mal atribuido al dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht, que se encuentra grabado en el Museo Memorial del Holocausto, en Estados Unidos, tiene como autor al pastor luterano Martin Niemöller, contemporáneo y compatriota de Brecht.
Con estas letras dignas del Parnaso nos alertaba Niemöller sobre los peligros de la indiferencia. Él no sufría de este mal, por lo que fue arrestado en 1937 y confinado en los campos de concentración de Schsenhausen y Dachau, hasta que fue liberado por las tropas aliadas en 1945.
Ahora no nos acecha la sombra de un Holocausto, aunque sí otras, más sutiles y menos peligrosas al menos en apariencia. Pero sigue habiendo cobardes. Ignavos, las almas que en vida no hicieron ni el bien ni el mal, por su elección de cobardía, que eran castigadas por tal motivo en el Antiinfierno de Dante.
En cierta ocasión, hace ya tiempo, volviendo de la facultad una tarde, me intentaron atracar en plena Gran Vía madrileña. Citando a un célebre boxeador, «todo el mundo tiene un plan hasta que recibe un puñetazo en la cara». El puñetazo metafórico que recibió mi atracador fue encontrarse con que la chica de 1,60 metros, en cuya mochila hurgaba, se encaraba con él, increpándole de puntillas. Afortunadamente, se marchó antes de darse cuenta de que me sacaba sus buenos 20 centímetros y medio cuerpo, dejándome en medio de la calle con la adrenalina pulsante en los oídos y las piernas temblorosas. Al mirar alrededor, los espectadores cerraban filas en torno a mí. Habían observado la escena como si de una performance callejera se tratase. Y nadie hizo nada. Y si me hubieran atacado, nadie habría hecho nada.
Es lo que suele pasar, y parece que estamos acostumbrados. Parece que las cosas no nos ocurren a nosotros, sino cerca de nosotros. ¿Hay que dar la cara por algo, asumir responsabilidades? Que lo haga otro. ¿Y ese otro quién es? Pues bien, se trata de una entelequia a la que yo denomino «sujeto indeterminado». Formado por todos y por nadie, el sujeto indeterminado es ante quien se escuda el aburrido y desengañado burócrata de turno con el que nos topamos cada vez que tenemos que realizar alguna gestión kafkiana, quien ante la falta de algún dato, fotocopia o duda, se encoge de hombros muy digno e indiferente porque no es su problema. Y no, no puede ayudarnos ni sabe a quién hemos de dirigirnos.
Vivimos muchas situaciones individuales en las cuales o somos víctimas del sujeto indeterminado o nos escudamos en él para no tomar partido, para no dar un paso al frente y así poder seguir cómodos y calentitos en medio de nuestra desidia.
Y a nivel colectivo todavía es más grave. Mientras que el individuo per se pueda ser inteligente, la inteligencia de la muchedumbre es igual a la raíz cuadrada de los miembros que la componen. A nivel institucional la cosa se complica porque tenemos por un lado al sujeto indeterminado en el poder y por el otro a una pluralidad de personas que de forma individual son racionales y tienen criterio, pero que como masa son dúctiles y maleables. Y rematadamente idiotas.
Si a la hora de pedir responsabilidades o exigir derechos el sujeto indeterminado se enfrenta a una caterva de indolentes ignorantes, es normal que las responsabilidades sean eludidas y los derechos pisoteados.
Incluso los altos cargos de la Administración del Estado están sometidos, no sólo al mandato imperativo de su partido, sino a la sempiterna sombra del sujeto indeterminado, del cual las caras visibles de dicho partido son tan solo la fachada. A un ministro, junto a su cartera, despacho, coche oficial, sueldazo y prebendas varias, le entregan una serie de obligaciones contraídas por su predecesor o incluso por los anteriores a las que tiene que dar salida: promesas, contratas, proyectos de ley…
Como dijo Burke, lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada. Votemos a personas, con nombre y apellidos. Con potestad para responsabilizarse de sus actos. Votemos como singularidades y no en proporción. Seamos gramos y no milésimas partes de una tonelada. Debemos dejar de ser masa aborregada, ser valientes y defender con la cabeza bien alta nuestro criterio, nuestra lucha, nuestra verdad. Exijamos que asuman sus errores y que afronten las consecuencias.
Freud «mató al padre». Los modernistas querían torcer el cuello al cisne de engañoso plumaje. Yo propongo defenestrar al sujeto indeterminado.