La invocación de la utilidad pública como fundamento de los indultos a los sediciosos catalanes ha sido objeto de numerosas críticas. Generalmente se afea que tal utilidad no sea pública sino del partido que coyunturalmente ocupa el poder para permanecer en él.
Se trata de un análisis superficial, pues la manifestación de un interés político siempre es algo público por su propia naturaleza. Es la misma clase de error en que incurren quienes confunden la función social de la propiedad con la subordinación de esta a determinados intereses de grupo o clase.
Los indultos son de utilidad pública, es cierto, pues lo son para el Gobierno y para el colectivo que pretende beneficiar con su decisión. Tan cierto como que lo sucedido es mucho más grave pues en realidad cuando se dice utilidad pública se está queriendo decir razón de Estado; esa monstruosidad de lo político.
La estabilidad de gobierno tras el reparto del poder político, encumbrado como bien supremo, dio sentido al pacto pseudoconstitucional de 1978 sacrificando la libertad política y convirtiéndose en la fundamental razón de Estado de la fundación de esta partitocracia. La irrepresentación y la corrupción conceptual de la nación, subjetivizando su significado como hecho dependiente de la voluntad, tuvieron reflejo práctico en la organización territorial de las autonomías como natural consecuencia de ese consenso.
El sometimiento voluntario de la Justicia al poder político, asumiendo el rol de simple ejecutor de sus decisiones y renunciando a ser jurisdicción, constituyó la siguiente razón de Estado. Cuando aun así los hechos consumados en forma de sentencia contravienen esa razón de Estado se acude al indulto. Eso es lo que ha ocurrido. Dar vueltas al concepto de utilidad pública es simplemente miopía en el análisis.
Corría mayo de 1989 cuando el entonces presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Excmo. Sr. D. Carlos Dívar, señalara en su discurso con motivo de la renovación en la presidencia de la Audiencia Nacional que dicho órgano «debe regirse por algo tan fundamental como es la razón de Estado, porque el verdadero Estado es el justo y el de derecho».
Ante tales palabras es revolucionario pretender que simplemente sea la ley la que guíe las actuaciones de los órganos jurisdiccionales. La dignidad judicial desaparece a la misma velocidad en que se acepta el papel ejecutor de esa infame razón de Estado a la que se deja la función arbitral de determinar lo justo en una concentración de poderes incompatible con una democracia. La vacuidad del concepto de Estado de derecho se convierte en adorno dialéctico, edulcorante de tan manifiesta expresión de pleitesía.
Por si quedara alguna duda, en aquel discurso el presidente del CGPJ, que lo era también del Tribunal Supremo, se dirigió a los diputados del Congreso presentes en el acto, pertenecientes a la Comisión de Justicia, a los que expresó su deseo de que en el futuro pudieran incorporarse a los grupos de trabajo integrados por los vocales del órgano de gobierno de los jueces, el Ministerio de Justicia y las Comunidades Autónomas con competencia en materia de Justicia «en aras a una mayor colaboración, con el fin de alcanzar un acuerdo social por la Justicia». Dicho deseo es hoy una realidad en forma de subcomisiones técnicas de las distintas administraciones.
El círculo de la inseparación se cierra con el broche del consenso y la invocación una vez más de «lo social», postrera razón de Estado y excusa última para ofrecer los servicios de una Justicia sólo separada nominalmente del poder político. Es la praxis del Estado social, antidemocrático y de derecho que se traza en el artículo 1 del texto llamado constitucional.