Leviatán en un paisaje desolador

La Constitución de Weimar (1919), que convierte en república los restos del Imperio Alemán, sería conocida por una buena parte del pueblo germano como el sistema. En su articulado se menciona el añejo concepto de La Gran Alemania, con la inclusión de Austria, pero este extremo sería algo que deberían aplazar sine die, puesto que lo prohibía expresamente el Tratado de Versalles. El sistema, una república de partidos disfrazada en su preámbulo de república parlamentaria, elegía al canciller mediante el pacto entre partidos y dotaba al presidente —elegido por votación popular— de unos poderes extraordinarios similares a los del káiser, con el fin de controlar posiciones extremistas, sobre todo a los comunistas, lo que nos puede ilustrar sobre las posiciones conservadoras de los constituyentes. El presidente también tenía derecho de veto sobre las leyes emanadas del Reichstag, así como sobre la suspensión de las libertades públicas por cuestiones de seguridad y orden público.

La Constitución de Weimar fue calificada por muchos como pionera del constitucionalismo social y del Estado del bienestar. Pero, en el fondo, al igual que ocurre con la constitución de la monarquía de partidos española, era una constitución por desarrollar, es decir, un documento no fruto de la libertad constituyente sino de las oligarquías políticas y, por lo tanto, de derechos otorgados, fiado además, en buena parte, al azar y a la supuesta honradez de los gobernantes. Un papel cargado de buenas intenciones y objetivos imposibles de cumplir que, además, no constituían —como tampoco en España— materia constitucional, si exceptuamos, paradójicamente, la incorporación de Austria al Reich, por A. Hitler.

Pero el sistema, odiado por el Partido Nacionalsocialista Obrero de Alemania, fue la herramienta perfecta para que en su desarrollo pudiera germinar la Ley Habilitante de 1933, que dotó a Hitler del poder absoluto, alcanzando el objetivo que ya había conseguido Mussolini y que esperaba conseguir la Falange Española: la conquista del Estado. De este modo, mediante las alianzas entre partidos en el Reichstag y ayudado por la intimidación y la violencia ejercida por sus bases, pudieron transformar las instituciones constitucionales en instituciones constitucionarias, concentrando todos los poderes del Estado en la persona del canciller.

Hoy, como entonces, el canciller sueña que se halla en potencia propincua de conseguir su deseo. Para ello, coloca sus peones en todas las Instituciones supuestamente independientes, legislando con sus «apoyos parlamentarios» para conseguirlo, y se dota de un formidable aparato de propaganda, utilizando los medios públicos de comunicación, radio y televisión como instrumento de idiotización de las masas, con informativos tendenciosos y haciendo pasar por cultura zafias manifestaciones artísticas sin ningún valor. Utiliza un lenguaje movilizador y manipulador, de clara influencia goebbelsiana, generado en torno al líder que ansía el Estado Total, al que se venera como caudillo o duce —proveedor del Verbo ideológico acomodaticio narcotizante, que colma las expectativas de sus fieles— porque ambiciona la totalidad del poder: las masas, la nación, todo integrado en su Estado, mediante medidas higienistas —en detrimento del conocimiento y el saber— (deporte, hábitos de vida saludable, vegetarianismo), que promueven la oligantropía como medio de conquista de la felicidad, que criminalizan al contrario o al disidente como un infiel al que hay que combatir y exterminar. El canciller utiliza la exaltación de la juventud y de lo moderno como un valor en sí mismo (lo que en España se llamó la nueva política, que resultó tan vieja como corrompida), siendo este extremo una herencia fascista y nacionalsocialista utilizada como banderín de enganche, y ejemplo de jóvenes píticos, adoctrinados e integrados servilmente en el Estado como línea de vanguardia. Por estas razones, la constitución del 78, la de la monarquía de Weimar, la que hay que desarrollar, es el problema, no la solución.

Nosotros, al margen de ellos, frente a ellos, más allá que ellos, sin división lateral de derechas e izquierdas, sino de lejanías y de fondos, iniciamos una acción revolucionaria en Pro de un Estado de novedad radical.

Un grupo compacto de españoles jóvenes se dispone hoy a intervenir en la acción política de un modo intenso y eficaz. No invocan para ello otros títulos que el de una noble y tenacísima preocupación por las cuestiones vitales que afectan a su país. Y, desde luego, la garantía de que representan la voz de estos tiempos, y de que es la suya una conducta política nacida de cara a las dificultades actuales. Nadie podrá eludir la afirmación de que España atraviesa hoy una crisis política, social y económica, tan honda, que reclama ser afrontada y resuelta con el máximo coraje. Ni pesimismos ni fugas desertoras deben tolerarse ante ella. Todo español que no consiga situarse con la debida grandeza ante los hechos que se avecinan, está obligado a desalojar las primeras líneas y permitir que las ocupen falanges animosas y firmes.

Estos extractos pertenecen al manifiesto político de Falange Española, publicado en el número cero de La Conquista del Estado, la revista falangista fundada por Ramiro Ledesma Ramos en 1931. «Vamos a tomar el cielo por asalto», Pablo Iglesias 2015.

El intento de transformación o reforma del sistema desde dentro no tiene otro objetivo que el ansiado vellocino de oro, la conquista del Estado.

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