Venecia (fotografía: Mª Ángeles Martínez) Amor y detrito No es fácil saber cuánta amistad ha impedido La Transición, pero debe de ser más o menos un desierto entero. De entre los que atesoran las relaciones personales, este es el sentimiento más volcado hacia lo público y, para su desgracia, cultiva precisamente los aspectos menos apreciados de ese ámbito hoy en día: lealtad, espontaneidad, entrega, alegría de vivir (no de disfrutar o entretenerse), equilibrio, dignidad, riesgo real, sacrificio. En definitiva, muy diferente al amor, cuya experiencia, precisamente por su carácter más conservador e intimista, podría parecer fortalecida en este trance histórico. Ni hablar. Es cierto, el amor no sabe de libertad; pero quien ama sí puede sentir su necesidad. Cuando ésta es arrojada a un lado, aquél se torna envidiablemente fermentativo. Tiene que acceder a cotas ardorosas de intensidad para compensar la bastardía de su nacimiento. Los amantes esclavos recorren el pequeño universo que les ha sido concedido persiguiéndose y discutiendo sin cesar, entregándose con brutalidad o ternura inigualables a la sensualidad que desprenden la cercanía y la confianza; obligados a reconocerse una y otra vez en los espejos que tienen que ser todos los paisajes, aunque sea difícil encontrar en ellos algo más que figuras sueltas, algo que no sea persistencia de uno mismo. Tanta humedad oscura nos lleva al detrito que recorre los canales de Venecia. Los puentes más románticos del mundo salvan colectores que empujan todas las citas secretas de Europa hasta el mar. En el limo de estas arterias de sentimiento, entre obras de arte perdidas, seguros de viaje y millones de profilácticos y juguetitos sexuales, se descompone el amor que surgió de la guerra mundial y la pasión de quienes han decidido no ser libres pensando que tal cosa no afectará a la veracidad en lo más íntimo de sus vidas. Es posible que conocer cuánto amor por minuto pierde un continente, exija la presencia de algún especialista… quizá uno en moho.