Jerwood library (foto: David Serquera) Alicia y la city Al recorrer el vetusto y musgoso adoquinado de aquel callejón cavernoso, sus caderas se movían como el rabo de una perra al encontrarse con su dueño. Al llegar a la garganta del callejón, Alicia siempre se detenía con un gesto reverencial y su mirada llegaba hasta el zenit para observar los inmensos ventanales de piedra que guardaban las librerías de copa, abarrotadas de libros centenarios. Siempre le parecía estar oliendo a ácaros y cuero, y tener los dedos impregnados y espesos. Fue la intuición metafísica sobre el significado de las relaciones naturales lo que le abrió las puertas de la Universidad de Cambridge. Paradójicamente, el transitar por aquel callejón medieval e ilustrado le devolvía la pasión por la vida activa. Cuatro años habían pasado desde que pisó por vez primera aquella sala experimental, dentro del edificio más cochambroso y añejo imaginado. Cuatro años compartiendo un aseo con dos guarros malayos, un aristócrata inglés sin talento al que había encontrado oliendo sus braguitas y un humorista filipino, lo habían convertido en un pequeño cuchitril adúltero más propicio para las enfermedades venéreas que para la higiene corporal. Y casi un lustro de experimentos sin salida repetidos sin cesar una y otra vez, y otra vez más, habían trasmutado su imaginación de tal forma que su mente parecía haber adquirido un tipo especial de síndrome de Rett. Así, cuando Alicia conoció por casualidad a aquel gentleman, no pudo resistir la tentación de aceptar su inocua propuesta -¿Quieres venir conmigo a la city? Necesitamos a alguien que comprenda las desviaciones de los random walks. La simple y maravillosa relación a la que se había entregado en cuerpo y alma durante sus primeros años de virginidad, la expresión λx = √2Dt apareció como un súbito fogonazo reflejado en aquel par de canicas trasparentes que al mismo tiempo le musitaban -podrás ganar hasta 600 libras al día con posibilidad de un bonus anual. Alicia pensó que rodearse de cerdos durante un tiempo no estaría mal del todo, si al menos eran tan limpios como aquel, cualidad que comprobaría aquella misma noche tras terminar la última botella de Porto en su habitación.