Sólo un positivismo ignorante del espacio que las convenciones, y los ritos delimitan en una sociedad, puede pasar por alto obscenidades como el cuadro que las cortes presenciaron el miércoles 18 de febrero: un ministro de Justicia de espaldas a la presidencia del congreso agradeciendo la adhesión incondicional, en forma de fragoroso aplauso, de su grupo parlamentario. No obstante, la estampa, en tanto que adefesio, tiene el valor de la imagen que instruye sobre la naturaleza de las instituciones imperantes infinitamente más que cientos de convencionalismos y mentiras que sin trabas recorren las páginas impresas de los grandes diarios, se pasean sin rubor por tertulias radiofónicas y se pregonan con sincero convencimiento, es decir, con absoluta ignorancia, por una parte nada desdeñable de la clase política. El primer pecado achacable a una escenificación como esa es de carácter netamente estético: solo la falta de refinamiento puede permitir que un ministro adopte la pose de quien acaba de completar una magnífica faena ante un público entregado. Y aquellos que sostengan que detrás de la fealdad, y más concretamente, de esta clase de fealdades, no viene la maldad, adolecerán, por regla general, de más mala fe que de ignorancia. Porque tal espanto que ofende a la vista es la fealdad en la que se manifiesta la correlativa maldad de un sistema institucional que permite que un miembro del Poder Ejecutivo, esto es, un ministro, ocupe un asiento permanente en un banco del Poder Legislativo; que posibilita los aplausos y jaleos de aquellos que, según la buena fe de los biempensantes, tendrían por obligación controlar la acción de los gobernantes y de facto no son más que impertérritos aplaudidores. En términos de pura y consecuente Teoría del Estado, un horror similar al de una eventual ovación de los magistrados del Tribunal Supremo al Presidente del Gobierno. Una sociedad civil que tolera el aplauso en contexto semejante hace profesión de servidumbre voluntaria. Unos diputados que se entregan a tal infamia demuestran tener perfectamente interiorizada la relación de poder en la que descansa el ejercicio de sus funciones: saben bien que no hay diputantes ante los que, como diputados, tengan responsabilidad alguna. Saben bien que su jefe y señor no es un pretendido “pueblo soberano” que jamás ha existido, sino el jefe y señor de las instituciones, el Jefe del Poder Ejecutivo, del cual el ministro es privilegiado subordinado y al cual ellos deben sujeción. Saben bien que pueden menospreciar a una sociedad civil ajena a la sociedad política, como impone la más consolidada costumbre de una partidocracia que ya ni tan siquiera es parlamentaria, pues no puede ser parlamentario un sistema en el que el parlamento está reducido a la función de investir al presidente, instante a partir del cual desaparece de facto salvo para aplaudir o silbar.