Árbol solitario (foto: Micah A. Ponce) A la vanguardia democrática España no fue precisamente el destino del los flujos de capitales que caracterizaron la primera globalización, allá a mediados del siglo XIX. Su principal camino era el de los EE.UU. y, en general, un Nuevo Mundo rico en tierras y materias primas. En Europa, la península escandinava acumuló las mayores inversiones, quedando excluida la región mediterránea occidental. Las oportunidades de actividades lucrativas en nuestro país eran francamente escasas. La localización y extracción de minerales, difícil, el transporte complicado por la orografía, el mercado interno atomizado y la demanda deprimida por el escaso demos. Además, las mayoritarias economías familiares de subsistencia asumían, en una sociedad fundamentalmente agrícola, la mayor parte de la producción que generaban sus propias y modestas necesidades, restándosela al comercio. El mundo hispánico era tan tradicional y local, que despertaba el interés antropológico de nuestros vecinos. Ello explica, además, el regionalismo y el cantonalismo, aparte de la fractura industrial entre el interior y la costa, alimento de los brotes nacionalistas periféricos. Sin el soporte económico de un mercado nacional, era difícil fundar la nación política; pero solamente desde el Estado nacional era posible concebir el programa de modernización e industrialización que perfilara tal mercado. Aprovechando el analfabetismo dominante, las élites españolas se pelearon por el poder sin atenerse a previa norma formal alguna —no era poder constituido, era militar, un poder de facto, resultando las constituciones la mera expresión de dicho poder—. Al final, la lucha de las incipientes clases terminó en la Guerra Civil de 1936. España quedó fuera de la ayuda norteamericana —especie de reflujo compensatorio de lo acontecido durante el siglo anterior— para la reconstrucción de Europa Occidental tras la II Guerra Mundial. El franquismo consolidado hubo de llevar a cabo la fase expansiva de la población y la producción, sometiendo el capital financiero nacional a la inversión interna. Pero la mala suerte de nuestro país le hizo tropezar con la crisis del petróleo justamente cuando fallecía el Dictador. Como si de abrir una olla sin descompresión se tratara, las reprimidas expectativas de lucro de una minoría, de gran peso en la camarilla de Juan Carlos, estallaron financiando el Estado de partidos, para obtener a cambio las empresas estatales rentables. Se forzó el pacto de los altos funcionarios del extinto régimen con los descamisados de la “oposición”, todo para hacer expedito el camino de la CEE y, con ello, los sustanciosos negocios internacionales. El Estado ya no podría intervenir, así se sacrificó un sector industrial, el español, en pleno desarrollo. Los resultados podemos apreciarlos hoy. Nada debemos a la UE. El compromiso al que nos han llevado los partidos estatales nos condena a la ruina nacional. Y solamente tendremos autoridad moral para revertirlo eliminando el Régimen juancarlista y colocándonos a la vanguardia democrática de Europa con la República Constitucional.