Todo uso político de las corruptelas del adversario político representa un fariseísmo moral cuando no supone una lucha verdadera por la mayor virtud, sino sólo una oportunidad de alcanzar el poder con la presunta maldad o debilidad moral de otro. Quienes intentan imponer la honradez con espíritu de partido nunca son honrados. Sólo cuando se tiene el ánimo libre de temores, esperanzas y partidismos políticos se pude ver la paja (festuca) en el ojo ajeno. Robespierre, sin quererlo, abrió el camino a la oceánica corrupción del Directorio cuando convirtió a la virtud en la finalidad del terror que impuso. Aireando los pecados públicos y privados de los demás – ignorando, los propios claro – y no presentando un proyecto político solvente se consigue el poder en una democracia de espectáculo, en donde al pueblo espectador se le da cada día una carnaza más indigesta moralmente, y se le hace cada día más adicto a los más obscenos linchamientos sin justificación y con una carcasa de muy baja estofa. Claro, que esto sólo puede conseguirse con medios de comunicación que no haciendo ningún esfuerzo por situarse con un poco de independencia y de equidad, se convierten en verdaderos hooligans de los partidos políticos, en el caso de que no sean sus mentores.
La corrupción por dinero es un nauseabundo tipo de corrupción, pero no es la peor ni con mucho la más grave. Tanto quien soborna con dinero como quien se deja sobornar merecen, sin duda, un castigo, pero mucho mayor castigo merece quien engaña con palabras. Los clásicos sostenían que comete una acción peor aquel que corrompe a un juez con un discurso que el que lo hace con dinero, ya que nadie puede corromper a una persona honrada con dinero, pero con palabras sí puede ( vid. Cicerón, De re publica, 5.11 ).
Aristóteles, en el Libro VII de su Política, habla de las corrupciones que son propias de cada régimen político ( Maquiavelo desarrolló esta clasificación del Estagirita ) e incluso se atreve a considerar relativamente la importancia de la virtud según el cargo que se ocupa. Así, la estrategia de un general en la guerra es más importante para el pueblo que su virtud, y, sin embargo, si se trata de un cargo de vigilancia o administrativo, que requiere más honradez de la que posee la mayoría, y un conocimiento que está al alcance de todos, la virtud será entonces primordial, a fin de que no se roben los fondos comunes. ¿Nos está diciendo Aristóteles que los generales pueden no ser honrados, con tal que ganen batallas, y los recaudadores de impuestos idiotas, con tal que no roben? En parte sí y en parte no. No, porque ser honrado es un deber universal, pero si introducimos el concepto de utilidad pública y de política, entonces la honradez adquiere matices indeseables, por lo general, que no tiene aquélla que está fuera del ámbito político. La política es aquí un microcosmos dentro del mundo de la ética.
Todos los ciudadanos tenemos los mismos derechos políticos – éste es un aserto que se defiende desde los demócratas griegos (entonces las mujeres, los niños, los metecos y los esclavos no eran ciudadanos ) -, pero como por naturaleza no estamos igualmente constituidos – inteligentes y menos inteligentes, virtuosos y menos virtuosos, trabajadores y menos trabajadores, ilustrados y menos ilustrados – no todos tienen el deber de ejercer determinadas funciones. Es así que Aristóteles relaciona las corrupciones (phthoraí) con la desigualdad (ánison) de los titulares de los deberes políticos.
La soberbia y el deseo de lucro son las principales causas de la corrupción. La avaricia del político corrupto se lucra unas veces de bienes privados y otras de los de la comunidad. Y la soberbia corrompe al político cuando al convertirlo en despreciador de los demás, él mismo se supone derechos que los demás ni las leyes le otorgan y puede acabar prevaricando. Todo ello nos lleva a la conclusión de que la división más importante que se establece entre los políticos, no es la ideológica o la de partido, sino la que separa la virtud de la maldad ( aretê kaì mochthería ), y éstas no pertenecen en exclusiva a ningún partido ni clase social, sino que tienen que ver con el hombre como individuo singular. Y no está al alcance de cualquiera soportar la prosperidad política. Los que piensan que no hay más virtud que la de su partido tienden al exceso y al totalitarismo moral.
Desde el largo ciclo de Felipe González los españoles hemos aprendido una cosa: que cuando un partido se prolonga en el poder y degenera en dinastía la corrupción es muy difícil de impedir. Los gobernantes de largos ciclos tienden siempre a insolentarse, abusar y tomar más de lo que les corresponde. El pueblo no lleva tan a mal estar alejado de la participación política ( por el contrario, incluso se alegra de que se lo deje en libertad para dedicarse a sus asuntos y aficiones ) como la idea de que los políticos estén robando a la comunidad, porque entonces puede participará como enemigo del sistema político.
Asimismo, el propio Aristóteles señala que de nada sirven las leyes más útiles y sabias contra la corrupción si los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen, democráticamente si la legislación es democrática. Pues si la indisciplina es posible en el individuo, lo es también en el gobierno. Nadie debe considerar el vivir de acuerdo con las leyes como una esclavitud, sino como una salvación.
La corrupción de los políticos es una constante de la libertad política, y podríamos decir que nace con la Democracia por su empeño en terminar con ella. En los regímenes de súbditos no hay corrupción toda vez que el poder se instala en ella como derecho inherente, que además fundamenta el régimen. Cuando el joven Salustio fue fiel a su vocación política se encontró con un mundo presuntamente “corrompido”. “Pues en lugar de vergüenza, desprendimiento y mérito personal, imperaban la osadía, el soborno y la avaricia”. Lo dice porque vivía en una Roma republicana en donde uno se sorprendía de la corrupción que podía encontrar en un político. Durante la monarquía ningún romano se hubiese sorprendido. El escándalo ante la corrupción es un indicativo de la sensibilidad democrática entre los ciudadanos, y una oportunidad de ataque a las filas enemigas entre los políticos. Por otro lado, hoy mismo, el narcisismo de los partidos políticos elimina toda posibilidad de consenso entre ellos para gobernar el país, que tanta falta hace. Pero ¿qué es el país para esas reinas de los mares que son nuestros líderes políticos? “Espejito mágico, dime si hay alguien más guapa que yo”. Eso también es corrupción.
Martín-Miguel Rubio Esteban