Del mismo modo en que el maestro de la pintura al óleo se ve dificultado en su labor artística sin su tiento, está impedido el imbécil por carecer del báculo de la inteligencia. Es por eso que la imbecilidad es un concepto que no debe de ser tratado con frivolidad o a la ligera, de forma vulgar, y hay que observar cuidadosamente en ella las virtudes que la hicieron merecedora de elogios, por parte de grandes humanistas como Erasmo de Rotterdam, en los preliminares del Renacimiento.
Los proyectos y conceptos más propiamente imbéciles, requieren de gran pasión y dedicación para ser elaborados. Es así, a la manera en que el pintor aplica su oficio con cuidadosas pinceladas atendiendo minuciosamente a la dinámica, cómo actúa también la persona que elabora una estupidez. Carece, sin embargo, del talento del artista que trasciende al simple artesano, y que lo lleva a retirarse y distanciarse espacial y temporalmente, de forma periódica y frecuente, para observar y contemplar detenidamente su propia obra. Las reglas del oficio artesanal, adquiridas con el hábito, pueden llegar a ser transgredidas debido a la pasión verdaderamente innovadora y propia del maestro, al alejarse de ellas para observar cómo el todo va superando y formando finalmente las partes. Este es, sin duda, el aspecto del que adolece el imbécil como el caminante sin bastón.
El pensamiento del sandio, el que produce una sandez, actúa fijando de forma continua su intención y voluntad en la lógica que conecta cada cosa, a semejanza del artista que va hilando y aplicando el color en cada pincelada. Así es como, de forma minuciosa, todo posee una ligazón, una continuidad, igual que existe una contigüidad en las pinceladas sobre el lienzo cuando las realiza un maestro en el oficio. Esto dota de una coherencia lógica que engaña incluso a la inteligencia, cuando se percibe una racionalidad en lo que quiera que sea proyectado como imbecilidad. 
Bien es cierto que en eso, e igual que sucede con cualquier otro concepto, se podría argüir que existen diferentes grados y variaciones, y que por lo tanto permiten que se puedan realizar distinciones analíticas, en función de la mayor o menor grosería, del resultado que fue antes proyectado.
 
La imbecilidad en la política, lleva a incorporar un concepto eclesial y medieval, el del consenso, a la categoría de virtud fundamental garante de un régimen de poder. En la sinarquía del Estado de partidos no queda ya siquiera la independencia individual, que caracterizó a las antiguas oligarquías a través del liberum veto, sino que la elevación o culminación moral que existe toda práctica política, se hace desaparecer con el consenso, destruyendo así la polémica que forja las costumbres. Esto es lo que produce que en España sea como si hubiese política, cuando lo que existen son medidas burocráticas que resultan de la actividad comercial del reparto. Con lo cual, es normal que la mayoría de las personas hayan llegado a creer, de forma equivocada, que la economía está sobre el poder político.
Es la intensidad laboriosa de la propaganda continuada, el enaltecimiento y exacerbación del juicio de valor a las personas, lo que impide el grado de abstracción necesaria para contemplar, con una distancia desapasionada, la obra infame y perversa, la totalidad de la aberración monstruosa contra la propia nación, que supone el pacto de transición española hacia el consenso.
 
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