En el país políticamente más reaccionario de Europa (enchufismo, caciquismo, cooptación…) nadie puede decirse conservador. ¿Por qué?
Dos monarquías, dos dictaduras, una república y una guerra civil nos contemplan en un siglo. En cada régimen nuevo, “conservador” sería quien se queda colgado de la brocha del régimen viejo, y de ahí el guirigay español, el país donde nunca hay nada que conservar.
–En mi casa, que siempre estuvo empapada de esencia monárquica, se ha vuelto republicano hasta el gato –dijo famosamente el gran chisgarabís “frigio” Ossorio y Gallardo.
El invento de que para ser una cosa basta con decir que se es esa cosa (hoy, por ejemplo, no encontrará uno a nadie que no se diga demócrata) fue de Ortega, que primero decidió desdecirse del monarquismo, y luego, del conservadurismo.
Del monarquismo se desdice en el año 13, cuando Romanones, el liberalio de la época, para hacer méritos, lleva a Palacio a los “cracks” del progresismo nacional: Azcárate, Cossío, Cajal y Castillejos. “Sé que me va a llamar el Rey”, dice Ortega a su hermano Manuel. Pero el Rey no le llama, y el filósofo experimenta la llamada “contrariedad Ortega”, y se pasa al izquierdismo antialfonsino, pirueta repetida, en España, con Unamuno, y en Francia, con madame Roland, que se subió a la Revolución, no por sus lecturas de Plutarco, como presumía, sino porque en su visita a Palacio había sido recibida en el cuarto de los criados.
Y del conservadurismo se desdice solemnemente en el cine de Ópera (diciembre del 31):
–¿Conservadores? Señores, hablemos un poco en serio, libertándonos de la tiranía que sobre nuestras mentes ejercen las denominaciones. ¿Hay en toda la anchura del mundo movimiento alguno de dimensiones apreciables que pueda calificarse de conservador, de auténticamente conservador? Hoy no es posible en parte alguna una política conservadora.
Pasada por la cabeza de un González Pons, la ortegada permite plantearse por qué conservar… la unidad nacional.