Para el historiador Edgar Quinet, amigo de Tocqueville, sólo hay dos medios de hacer una revolución irrevocable: cambiar el orden moral, la religión, y el orden material, la propiedad.
– Las revoluciones que hacen las dos cosas sobreviven. La primera es más segura que la segunda. Las que no hacen ninguna, escriben sobre arena.
Y en ese juego, a ver qué sale, están los piruleros que hoy mandan en España. Todos los daños y perjuicios se justifican con la Teoría de las Circunstancias, rescatada por otro historiador, François Furet, para disculpar los crímenes, ¡el Terror!, de la Revolución. Como dicen ahora nuestros sociatas, los etarras mataron, pero no fueron ellos, fueron las circunstancias.
–Yo y mi circunstancia– resumió Stirner, santo patrono de los nietzscheanos, copiado (sin citar) por Ortega.
La mejor explicación de la circunstancia la dio el cabo de la guardia civil del pueblo de Camba cuando, jugando al tute con el cura y otros parroquianos, como saliera en la conversa la discusión sobre el puñal de Guzmán el Bueno, dijo: “¿Y qué iba a hacer, el hombre? A lo mejor no le dejaba otra salida el reglamento”.
Ante las Actas de la Eta y Zapatero, todos los jefes de la partidocracia se tapan en el burladero de la Teoría de las Circunstancias, o Razón de Estado, como llamaron los florentinos a la dominación de la Ley por el Dinero.
El genio de Stirner veía en el liberalismo la aplicación del buen sentido a las circunstancias. Los liberales serían apóstoles de la razón: no quieren oír hablar de la Inquisición, pero nadie debe rebelarse contra su “ley razonable”, so pena de estacazo. Y postuló que “lo que uno puede ser, lo es”, al margen de la circunstancia. Porque quien no es más que lo que hacen de él las circunstancias o la voluntad de un tercero, no tiene más que lo que ese tercero le concede.
Es el circunstancialismo de España, cuya única esperanza pasa por la UE de Juncker y frau Merkel… y sus circunstancias: la ciática, ay, y el tembleque.