La ciencia política se enfrenta a un gran problema cuando sus conclusiones llegan a ser confundidas con la metafísica, en cuyo caso, es inevitable una desconfianza hacia conceptos y formulaciones basados en la experimentación y la observación. Dichas formulaciones no son fruto exclusivamente de la especulación de un racionalismo radical y, en consecuencia, podemos afirmar que hay un sustrato de realidad en conceptos como nación.
Cuando se habla del «diálogo entre Cataluña y el Estado central», de lo que se habla sin nombrarlo es de un referéndum de independencia, pero el propósito de este artículo no es fundamentar científicamente su imposibilidad sobre el concepto de nación, sino hacerlo desde la perspectiva de un aspirante a ciudadano enfrentado a la historia del Estado de partidos. No es, por tanto, necesario que cada uno de los militantes de la abstención activa se eleven al estatus de científico, ni siquiera de filósofo, para proclamar que un acto de esa naturaleza está en contra de lo que resulta soportable.
Quizá es suficiente aludir a partir de aquí al “café para todos“, con el que los mejor intencionados creyeron que evitaban una nueva guerra civil. En el último tramo de la dictadura franquista, los partidos comenzaron a presentar sus candidaturas para repartirse el Estado y la avalancha de candidaturas encontró una solución en el establecimiento de una oligarquía, a la manera en que ya operaba en Alemania desde que EEUU aprobara la República Federal. No voy a explicar, por extenso, aquí la «transición» al estado de partidos español, cuya descripción detalla Antonio García-Trevijano en su obra. Bastará decir que los líderes de la futura oligarquía descubrieron que pasar por la ventanilla del franquismo era la forma más lucrativa de adueñarse ordenadamente de un trozo de poder. Adueñarse, naturalmente, no es aquí ninguna metáfora. Al igual que un ocupa, en algunos países, puede obtener la posesión de una vivienda si pasa el tiempo suficiente sin que el propietario la reclame, la clase política se convierte en dueña de un Estado porque obtiene beneficios de él (dinero) con el consentimiento de la ciudadanía expresado en el voto.
La descentralización, que no es otra cosa sino el producto de la multiplicación del Estado, ha permitido engordar a la clase política durante cuarenta años. Los líderes regionales han obtenido de la oligarquía el regalo de una estructura de Estado, que ha alimentado a un rebaño de aprendices de caudillo, ayudantes, adjuntos, auxiliares y asistentes que han convertido los dogmas nacionalistas en religión oficial. El problema del separatismo hoy, es una consecuencia del régimen oligárquico del 78, que ha permitido y favorecido la consagración de la caprichosa metafísica del racismo de periferia, cuyos viejos postulados decimonónicos no han dejado de funcionar en las conciencias de quienes protestan agarrados a la bandera estrellada. Y la prueba de que es un problema causado por el actual régimen es que no se trata solo de Cataluña. En los estatutos de autonomía aparecen los mismos dogmas nacionalistas, a veces expresados con las mismas palabras, otorgando a territorios trazados a veces de forma caprichosa el «grado» de «nacionalidad», término que los padres del régimen como Solé Tura, ya utilizaron como sinónimo de nación en 1978. No deja de ser ridículo que los estatutos afirmen un determinado «hecho diferencial» copiándose unos a otros, pero lo revelador es que renuncien a describir en qué consisten esas diferencias.
Una consulta sobre la independencia no solo sería ilegal e inútil, sino también el último insulto de la clase política española y, probablemente, el último acto en la apropiación del Estado, un robo que comenzó en el 78 y cuya consecuencia previsible es su colapso.