Cuando motivados por el deseo de conocer mejor el presente a través del pasado, nos lanzamos al estudio de la Historia, descubrimos más pronto que tarde la cara más perversa de esta disciplina. Descubrimos que los hechos objetivos ocurridos tiempo atrás son sólo una parte de lo que llamamos «el pasado». Entre «ellos y nosotros» se levanta un velo de subjetividad tejido por intereses personales, políticos y económicos que solo comenzamos a comprender cuando vamos algo más allá de la historiografía que habitualmente llena las estanterías de las librerías más comerciales. Cobra sentido aquella frase de «la Historia la escriben los vencedores». Pero debemos ir más allá: la Historia la escriben los poderosos, que pueden serlo por haber vencido una contienda, por haber nacido en una familia aristócrata o por haber estado en posesión de una gran fortuna.
Para luchar por la libertad política, que puede comprenderse como la organización de las sociedades humanas de acuerdo con la verdad, es necesario comprender la naturaleza esquiva de esta verdad, especialmente en el estudio de la Historia. Uno de los acontecimientos más conocidos del ocaso de la República romana es también un maravilloso ejemplo de esta cuestión.
En el siglo I a.C., Roma contemplaba cómo Pompeyo y Julio César desfilaban por Palestina y la Galia con los estandartes del SPQR (Senatus Populusque Romanus —el Senado y el pueblo romano—). Mientras tanto, ese mismo pueblo sufría una grave crisis económica provocada por el estancamiento del comercio, que trajo consigo un aumento del desempleo y grandes deudas a muchas familias prominentes en la República que el Senado era incapaz de resolver.
En el año 63 a.C., los senadores romanos se reúnen en el templo de Júpiter Estator, aquel que conmemora la victoria de Rómulo contra los enemigos de la Roma más antigua. Tal escenario, mal iluminado y de tamaño insuficiente para albergar a todos los asistentes, refuerza el clima de incertidumbre y tensión que vive la República. Toma la palabra Marco Tulio Cicerón, elegido cónsul de Roma meses atrás, y pronuncia una frase que le hará pasar a la posteridad como uno de los mejores oradores de la historia: «Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?» («Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?»). En su discurso, pretendía denunciar la conspiración de Lucio Sergio Catilina para tomar el poder en Roma y acabar con el Estado republicano. Tras el brillante discurso, Catilina huyó de la ciudad, y moriría luchando junto a sus partidarios contra el ejército de la República poco tiempo después.
El relato triunfalista de la República romana que, liderada por su mejor hombre, se sobrepuso a la adversidad en su momento más complicado, probó no ser demasiado realista cuando, años después, y aún en vida de Cicerón, un grupo de tres individuos fue capaz de asesinar la República romana en pos del Imperio. Julio César, Pompeyo y Marco Licinio Craso demostraron, con sus acciones, que sólo había una verdad inapelable: Catilina había perdido y Cicerón había ganado. Todo lo demás es palabrería que, sin embargo, ha llegado hasta nuestros días.
La Historia ha tratado este acontecimiento de distintas formas, según ha convenido a las necesidades del poder en cada momento. Así, vemos en ocasiones a un Catilina autoritario desafiando la democracia romana y en otras, a un Cicerón burócrata defendiendo el Estado de derecho frente a un Catilina anarquista.
Los hechos son, sin embargo, más simples y menos épicos. Catilina era un aristócrata endeudado que, usando el dinero que le quedaba, había financiado su propia carrera política para, contando con el apoyo de aquellos en su misma situación, erigirse como cónsul y anular los pagos pendientes de sus partidarios. Tras perder las votaciones, precisamente contra Cicerón, su situación desesperada le hizo considerar la violencia como alternativa. Lo más probable es que su conspiración no fuese una amenaza real para Roma, incluso es posible que Catilina no fuese más que un peón en esta trama (Cicerón usó durante su denuncia unas cartas anónimas que probaban la existencia de este complot, se las había hecho llegar el hombre más rico de Roma: Marco Licinio Craso, aquel que luego sí daría un golpe de Estado en la República y que, seguramente, había ejercido como agente doble en este proceso para salir beneficiado fuese cual fuese su desenlace). Cicerón, ávido de fama y reputación, realizó una importante inversión económica para difundir miles de copias de sus discursos (las Catilinarias), redactadas convenientemente por él para corregir los errores del discurso real e imponer la versión de este acontecimiento que beneficiaba más a sus intereses.
De esta manera, se trata de imponer una interpretación sesgada de los mismos hechos pasados para poder usarlos como un arma que defienda los intereses políticos de alguien en el presente, mientras que la verdad queda relegada a una posición marginal, casi clandestina. El repúblico es un revolucionario de la libertad que comprende que esta sólo se conquista apoyándose en la verdad. Por lo tanto, debe estar prevenido ante las habituales afrentas que la verdad sufre por parte de los enemigos de la libertad.
El pasado interesa como fuente de conocimiento de los motivos que han llevado al estado en el que nos encontramos.