Slavoj Žižek (foto: acedout) En uno de los últimos trabajos publicados del prolífico Slavoj Žižek, En Defensa de las Causas Perdidas (2008), el autor aspira a comprender el momento más original y prístino de toda revolución, incluídas las más violentas. Loable tarea que me atrajo poderosamente el inicio, pero cuyo transcurso decepcionó y terminó incluso por aburrir. Su introducción al tema es brillante. No se excusa con nadie y arremete nada más empezar contra todos sus supuestos enemigos: postmodernos de toda ralea. Hace suyo el espíritu profético del hombre resuelto a combatir los absurdos del mundo real, y toma como guías a Lacan y, pronto se verá, a Lenin. Obedece al instinto de lo que demonina ética inhumana, momento emancipatorio anterior al pensamiento. Pero no se trata de un discurso apologético. Pone todos los medios a su disposición al servicio de sacar el tuétano de todo movimiento liberador, nazismo incluído, pues no se conforma con el común desecho de movimientos populares tan poderosos que se escabullen de averiguar sus causas más profundas. La suya es claramente una lucha contra una complacencia que, siguiendo una jerga marxista un tanto trasnochada, podríamos llamar todavía burguesa. Quiere sacar de quicio esa pútrida normalidad que embalsama los ricos cadáveres de lo cómodo, no-pensado. Pero uno diría que por el camino ha perdido la misma herramienta que le dio la pista, el pensamiento crítico. Así, en lugar de excavar hasta encontrar el núcleo emancipatorio para después escalar hacia una solución óptima que evite el máximo de daños, Žižek se obceca en tal núcleo acaso para justificar una política del terror ahora supuestamente distinta, transfigurada. Nos planteamos, pues, hasta qué punto la indagación de Žižek es suficiente y no tan sólo necesaria. Hasta qué punto la racionalidad, que ciertamente en ocasiones se da por hecha sin auscultar aquel núcleo “inhumano”, puede aplazarse indefinidamente. Hasta qué punto el orden societal no revolucionado violentamente será, al fin y al cabo, más deseable y, quizá incluso, más revolucionario. Hasta qué punto la tarea que se nos impone hoy ante todo es, si se me permite ponerlo así, una revolución civilizada; a saber, bebedora de las fuentes ignotas del impulso y abierta a la igualmente sobrecogedora idea de que el mundo está en permanente construcción.