Estimado lector:
‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley. Al final se incluye un glosario de términos.
Cuando la hipocresía se viste de profeta y el tiempo marca cuentas pendientes
Querido hermano Ibrahim:
En tu última carta, hablabas de los espejos que devuelven miradas ausentes. Hoy, en el vestíbulo de la ONU —ese templo donde los déspotas se besan las mejillas y las bombas llevan grabado «Made with Democracy, Nuevo Orden Mundial»—, un diplomático francés me susurró al oído: «El arte de gobernar es el arte de posponer el Juicio Final». Mientras hablaba, su reloj Patek Philippe marcaba la hora exacta en que un dron incineraba a un pastor kurdo. Ibn Khaldun, desde los pliegues de mi turbante, musitó: «Los imperios mueren cuando confunden sus espejismos con espejos».
Caminé luego hacia un museo cercano, donde un mosaico persa robado en 1258 —año en que Hulagu Khan redujo Bagdad a cenizas— brillaba tras un cristal blindado. La placa rezaba: «Civilización llevando luz a las tinieblas». La ironía me desgarró: ¿acaso no fue aquel saqueo lo que nuestros sabios llamaron «la muerte de la sabiduría»? Occidente no roba artefactos: secuestra narrativas. Hoy, los nuevos mongoles no usan catapultas; lanzan hashtags.
En esta tierra, la política no es el arte de lo posible —como desvelaría Antonio García-Trevijano—, sino la coreografía de un ballet macabro donde todos piruetean al compás de «Nosotros somos los buenos». El profesor Diesen desnuda lo que llama «fundamentalismo ideológico»: esa fe incuestionable en que las democracias occidentales son, por ontología, pacíficas y virtuosas, mientras sus rivales son entidades metafísicas del Mal. Es el mismo dualismo que condenó Al-Ghazali: «Quien divide el mundo en halal y haram olvida los matices del crepúsculo». Occidente ha convertido a Maquiavelo en predicador digital de TikTok: «El fin justifica los memes». Netanyahu, ese rapsoda de tragedias antiguas, corea «autodefensa» mientras sus drones escriben שלום (shalom, paz) en humo sobre Gaza. ¿No es el mismo faraón del Surah Ta-Ha que ahogaba niños en el Nilo mientras se ungía «dador de vida»?
Kenneth Waltz, ese teórico venerado aquí como profeta secular, advirtió que ningún sistema otorga inmunidad moral. ¿Acaso Atenas, cuna de la democracia, no masacró a Melos en el 416 a.C.? ¿O Roma, madre del derecho, no crucificó esclavos en la Vía Apulia? Hoy, Occidente se atribuye una pureza que ni Salomón hubiese osado reclamar. Las guerras ya no son guerras: son «intervenciones humanitarias»; el gas que venden lleva etiqueta de virtud: «moléculas de libertad». ¡Ingenioso! Hasta los átomos se pliegan a su narrativa.
En el zoco digital —donde los influencers son mercaderes de indignación selectiva—, presencié cómo un youtuber convertía lágrimas de cocodrilo en criptomonedas: «10000 suscriptores = 1 denuncia contra Irán». El algoritmo, ese becerro de oro moderno, bendijo el trueque. Así funciona el soft power: bombardeas una nación, luego subes un TikTok con filtro sepia diciendo «#PrayForX». Zelenski, ese Stanislavski geopolítico, interpreta David contra Goliat mientras el FMI le presta misiles al 20% de interés. ¿No es el mismo cuento de los cruzados vendiendo indulgencias para financiar masacres? Hasta el Tío Sam envidia su carisma: vende «libertad» en Amazon Prime, con reseñas de cinco estrellas escritas por fantasmas de Hiroshima.
Te contaré un secreto, Ibrahim: en Teherán, un anciano copista me ofreció «hashtags benditos para tuitear suras». Le respondí con Rumi: «La palabra que necesita adornos es como un cadáver perfumado». Occidente no tiene monopolio sobre la hipocresía; solo mejores orfebres para dorar cadenas.
Recuerdo cuando, en mi juventud, estudié el Kitab al-Ibar de Ibn Khaldun. Allí se explica cómo los imperios se derrumban cuando confunden su propaganda con la realidad. George Kennan, ese diplomático que aún susurra desde el pasado, advirtió en 1982 sobre el peligro de «demonizar al adversario hasta volverlo irreconocible». Un año después, el ejercicio Able Archer de la OTAN casi desató el apocalipsis nuclear: los soviéticos, convencidos de que era un ataque real, estuvieron a minutos de responder. Reagan, tras años de llamar al Kremlin «imperio del mal», descubrió con perplejidad que «ellos también nos temían». ¿Cómo es posible —se preguntó— que no vieran nuestra bondad innata? Es como si el león preguntara a la gacela por qué temblaba mientras le clavaba los colmillos.
Allah advierte en el Corán (22:47): «Un día ante tu Señor es como mil de los que contáis». Pero en esta era, bastan segundos: la OTAN expande sus bases y llama «paranoia» a la resistencia, igual que los cruzados gritaban Deus lo vult al saquear Bizancio. Netanyahu tiene su propio reloj: un cronómetro de oro sincronizado con la Bolsa de Nueva York. Cada tick es un misil vendido; cada tack, un niño enterrado. Líderes con coronas de reality show, ciegos a la advertencia coránica —«se les prueba una o dos veces cada año» (9:126)—, disparan consignas como balas. Las multitudes aplauden con palomitas en mano, ignorando que el premio es un trono en el infierno… con alfombra roja de sangre seca. ¿El colmo? Han convertido el Juicio Final en espectáculo de streaming: «¡El apocalipsis será tendencia global antes del primer café!». Mientras Gaza arde, el algoritmo recomienda palomitas.
Termino con dos visiones que se persiguen como lobo y luna: (1) La parábola del Faraón moderno: Cuando Yusuf advirtió a Egipto sobre siete años de hambruna, no imaginó que Occidente almacenaría arrogancia en lugar de trigo. Hoy, sus silos rebosan certezas podridas. (2) El espejo de Isfahán: En mi ciudad natal, un mercader guarda un espejo que muestra a los hombres no como son, sino como temen ser. Un general israelí lo rompió al verse reflejado: un niño palestino con las manos vacías.
Rumi decía: «La lámpara no discute con la oscuridad; se limita a encenderse». Pero hoy, hasta la luz tiene precio: los drones sobrevuelan Gaza llevando «ayuda humanitaria»… y una factura pagadera en generaciones.
Que Allah nos guarde de los que rezan con versículos y matan con contratos.
Tu hermano en el exilio,
Sheij Yazid al-Rashid.
Viena, en la noche de los relojes rotos.
Glosario:
- Becerro de oro moderno:
Dioses digitales que sacrifican la verdad en el altar del engagement. Cada clic, una ofrenda; cada like, un réquiem. - Kitab al-Ibar (Ibn Khaldun):
Los imperios caen cuando sus tuits pesan más que sus tratados. Occidente repite el ciclo: confunde viralidad con victoria. - Deus lo vult:
Grito cruzado del siglo XI. Traducción moderna: «intervención humanitaria». Mismo resultado: escombros y huérfanos. - Surah Ta-Ha:
El faraón ahogaba niños en el Nilo; hoy, los drones los entierran en Gaza. Mismo tirano, nuevo diccionario. - Fantasma de Hiroshima:
140000 almas usadas como hashtags en discursos, borradas en contratos de armas. Los muertos no enseñan; adornan. - Antonio García-Trevijano:
Desenmascaró el teatro de la democracia en Europa: los diputados actúan libertad, pero el guion lo escriben los bancos. - Corán 9:126:
«¿No ven que se les prueba cada año?». Los líderes occidentales responden subastando misiles en Wall Street. - Ibn Khaldun:
Profeta del colapso: los imperios mueren cuando su propaganda huele a podrido… y Occidente ya huele.
Nota final:
«El arte de gobernar es el arte de posponer el Juicio Final»… pero el reloj de la historia no perdona.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.
Nota editorial sobre las ‘Cartas persas’:
«Ningún espejo refleja la verdad entera, pero todo reflejo invita a cuestionarla». Las cartas del sheij Ibrahim al-Hamadani —y su «estimado hermano en Isfahán»— son un homenaje literario a Cartas persas de Montesquieu, obra maestra donde un viajero oriental critica con ironía las costumbres francesas. Este sheij es un personaje ficticio, creación satírica que encarna la mirada de un sabio islámico clásico para analizar Occidente: su pluma no defiende regímenes, dogmas ni banderas, sino que usa la tradición cultural persa como lente para interrogar el poder, la hybris y los espejismos de la modernidad. Sheij Yazid al-Rashid, mencionado en los textos, tampoco existió: es un compuesto de figuras como el sufí Al-Bistami (maestro de la lucha contra el ego) y filósofos que convirtieron la crítica en arte. Su propósito no es enseñar el islam, sino recordar —como hicieron Hafez, Rumi o Al-Farabi— que toda verdad se fragmenta en perspectivas.
«El sabio no teme a los espejos rotos, sino a quienes creen poseerlos intactos» (inspirado en Hafez).
Genial. No hacen falta más palabras.