De armas no quisiera yo hablar ni con “mi compañero y, sin embargo, amigo” Oti Rodríguez Marchante (esto es un guiño a Alfonso Sánchez), que fue armero en los cuarteles de Castrillo del Val, a tiro de piedra de Atapuerca.
A los españoles los desarmó Franco para que fueran por la calle hechos unos Borja Sémper, y el resultado es que hoy sería más fácil explicarle a un albanés el misterio de la Trinidad que a un Toni Roldán (control-alt-suprimir) el derecho a portar armas, que es derecho americano y sólo americano, piedra de toque de la libertad constituyente del único pueblo que la tiene.
Con Pablemos hablando de “portar armas” como una de las “bases de la democracia”, se oyen risillas de conejo (“leoporum generis sunt et quos Hispania cuniculos appellant”) en las tertulianerías, cuando es el único del gremio que lo huele. El caso es que a Pablemos le pasa con esto como con la ley de la relatividad, que ha oído campanas y no sabe dónde. Es un fray Gerundio de la Complutense, donde no se sabe de nadie que haya llegado al capítulo XXXVIII del Quijote y tampoco a la segunda enmienda de la Constitución americana, que consagra el derecho a estar armado desde que Washington organizara la milicia de granjeros y cazadores para ganar la guerra a Inglaterra con los fusiles que tenían para defender sus vidas. Aquella libertad constituyente late hoy, inextinguible, como la llama olímpica, en el corazón de la Constitución federal (enmendable, no reformable). Otros pueblos (Francia, Rusia) pudieron imitarlo, pero prefirieron la igualdad a la libertad, y para imponerla, los asesinos a los sabios.
Ahora nuestros chisperos se limitan a caricaturizar a Abascal de Cellini que va por la calle matando a quien le mire mal. Como la socialdemocracia ha hecho del Derecho un arma (¡el Estado de Derecho!), la solución, dice Jünger, es “emboscarse”, ya que “hoy nadie sabe si mañana no le contarán en un grupo que se encuentra fuera de la ley”.
Pero ¿dónde emboscarse?