Paul Krugman ha reavivado el viejo debate sobre la naturaleza económica de la deuda pública con su artículo titulado “Nadie entiende la deuda” y dedicado a la deuda pública estadounidense. En dicho artículo nos recuerda que “la gente en Washington (se refiere a la clase política americana) habla de déficits y deuda…y no tiene ni idea de lo que está hablando”.
Los argumentos de este prestigioso economista se inscriben en las tesis de la “nueva ortodoxia” capitaneada hace varios años por Alvin Hansen y Abba Lerner, que reaccionaron ante las tesis clásicas de la deuda pública. En éstas se equiparaba la deuda pública con la deuda privada y se hacía énfasis en el traslado de su carga a las generaciones futuras (la deuda de hoy son impuestos de mañana).
Paul Krugman nos indica que la deuda privada, al igual que la deuda pública exterior, es una deuda externa que supone un compromiso frente a terceros, mientras que la deuda pública interior simplemente nos la debemos unos a otros y los gastos que origina son gastos de transferencias entre los ciudadanos de la nación. Arremete contra esos políticos que “ven a USA como una familia que pidió una hipoteca demasiado alta y que se ve en apuros para pagar las cuotas mensuales…. La familia tiene que devolver su deuda. Los Gobiernos, no. Todo lo que tienen que hacer es asegurarse de que la deuda aumente más lentamente que su base imponible”. Nos recuerda que la deuda americana, que financió la II Guerra mundial, se fue volviendo irrelevante a lo largo del tiempo por efectos de la inflación y del crecimiento de la economía.
Es cierto que los intereses de esa deuda interior son transferencias de unos ciudadanos (los contribuyentes) a otros (los prestamistas), pero también es cierto que en esta transacción salen ganando éstos últimos y que si se abusa de ella, los intereses crecen hasta ahogar los gastos corrientes del Estado, como ha ocurrido en Grecia, o hasta comerse casi el 10% de todos los gastos no financieros de nuestro Estado; y las devoluciones del capital prestado, si son muy grandes, pueden estrangular cualquier salida del círculo infernal del moroso (generar recursos para pagar deudas), así que no queda más remedio que romper este círculo alargando los plazos de devolución, convirtiendo la deuda en “deuda cuasi-perpetua”, amortizando una parte (quita) o simplemente no pagándola (quiebra). Islandia hizo una combinación de estas alternativas y Grecia va a poner en marcha algo semejante, pero, en este caso, bajo la tutela de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional.
En determinadas circunstancias, la utilización inteligente de la deuda pública puede ser un buen instrumento financiero para dinamizar la actividad económica como es la cancelación de todas las obligaciones pendientes de pago de las Administraciones Públicas, que están estrangulando a muchas empresas (suministradores de productos farmacéuticos, luz, agua, productos sanitarios básicos, servicios imprescindibles, etc.).
La deuda pública también ha servido para financiar de forma transitoria un cambio en el modelo de sistema de la Seguridad Social (de reparto y de capitalización) y así rebajar las cuotas sociales de las empresas (verdadero impuesto sobre el trabajo) convirtiendo dichas rebajas en aportaciones a Fondos de pensiones (públicos o privados). Se pensó en este método porque serán las generaciones futuras las beneficiarias de este cambio y además su coste no se refleja en el circuito presupuestario (déficit/superávit). Este método lo recomendó James Buchanan para la Gran Bretaña en 1986 (capítulo 16, “Liberty, Market and State”). A este respecto conviene recordar que en esta nación comenzó a estudiar el cambio a este sistema mixto en 1960, pero hasta 1978 no entró en vigor, cuando se pusieron de acuerdo el Partido Conservador y el Partido Laborista.
La deuda pública también es un instrumento útil para hacer frente a determinados compromisos políticos de gran envergadura (Fondo de Amortización del Déficit Eléctrico [FADE], Fondo para el rescate griego, Fondo europeo de estabilidad financiera [FEEF], participación en el capital de algunas instituciones financieras o contribución en proyectos de I+D y de alta tecnología nacionales e internacionales) para que sus desembolsos no se reflejen en el circuito presupuestario (déficit/superávit).
Pero su utilización se debe hacer siempre con muchísimo cuidado, evaluando perfectamente su coste-beneficio en el tiempo y con control estricto de los representantes de los ciudadanos, que serán los que tengan la última palabra, al estilo de los Estados Unidos de América (USA), cuando el Gobierno Federal pide autorización a las dos cámaras del Congreso (Senado y Cámara de Representantes) para aumentar el techo de endeudamiento.