La corrupción es factor de gobierno en esta monarquía de los partidos. De la misma manera que la Constitución permanece porque no se cumple. Sin separación de poderes y sin representación es imposible vertebrar el Estado, si no es con esa corrupción. Los engranajes del consenso giran utilizando a ésta como lubricante.
La reciente declaración judicial de Víctor de Aldama es otra prueba de ello, demostrando que el cohecho y la malversación son instrumentos de cohesión interna y externa para las élites políticas. Por un lado, garantizan la fidelidad entre los actores implicados, y por otro, actúan como medio para perpetuar un sistema basado en la apropiación y redistribución arbitraria de los recursos públicos.
El caso de Aldama ejemplifica cómo las élites económicas y políticas, españolas y extranjeras, se fusionan en una red clientelar que atraviesa todos los estamentos del Estado e incluso las fronteras. Mientras no se instituya la separación efectiva de poderes y se entregue a los gobernados la capacidad de elegir y revocar a sus representantes, la depredación económica y la inmoralidad seguirán siendo los motores del Estado.
Pero más grave aún que la corrupción institucional es la que afecta a la ética colectiva. Cuando la sociedad acepta la corrupción como un «mal menor» o como el precio que hay que pagar por la estabilidad, abdica de su moral. La pasividad de los gobernados es fruto de la ignorancia sobre lo político, aliñada con la desesperanza inducida. El régimen ha logrado desactivar la rebeldía natural de la sociedad civil, neutralizándola y transformándola en espectadora de su propia explotación.
Un pueblo que tolera la corrupción no solo es víctima de los corruptos, sino cómplice, aunque sea por omisión. La normalización de este fenómeno implica que la corrupción deja de ser vista como un crimen colectivo para convertirse en un hecho cotidiano, incluso trivializado por el humor o el cinismo.
Por su parte, los medios de comunicación, lejos de cumplir su función como vigilantes del poder, se han convertido en los principales normalizadores de la corrupción. A través de la banalización, la saturación informativa o la presentación de ésta como un mal generalizado e inevitable, refuerzan la percepción de que nada puede hacerse. El resultado no solo es la desmoralización, sino también la desmovilización, a no ser que sea hacia las urnas para ratificar nuevas listas.
Si todos son corruptos, entonces nadie lo es. Y si nadie lo es, ¿para qué exigir responsabilidades? Este es el discurso de los poderosos, que perpetúa la impunidad bajo la apariencia de transparencia. No es suficiente cambiar las caras de quienes gobiernan; ni siquiera basta con endurecer las leyes contra la corrupción. Mientras la relación de poder se mantenga intacta, la corrupción seguirá siendo su manifestación natural. La solución no reside en la reforma, sino en la ruptura.
Solo la instauración de una República Constitucional —con separación de poderes, elecciones representativas y un poder judicial independiente— puede garantizar la ética en la vida pública. Mientras el pueblo no conquiste su libertad política colectiva, seguirá siendo rehén de los corruptos.