Recientemente, uno de nuestros lectores, estudiante de Derecho, expresaba su sorpresa porque en la facultad se le enseñara que en España existe una policía judicial independiente. Pedía argumentos de lo contrario, según en estas páginas se ha escrito en varias ocasiones.

Viene al pelo que hayan pasado sólo unos pocos días desde el último 8M, y recordar la defenestración del coronel de la Guardia Civil y mando de la policía judicial señor Pérez de los Cobos a manos del ministro Grande-Marlaska. El benemérito se plantó y le dijo al jefe de Interior que sólo reportaría ante Su Señoría el resultado de las investigaciones que la juez Rodríguez-Medel le había encargado sobre las manifestaciones feministas y los datos epidemiológicos manejados por las autoridades. Faltaría más, que para eso era policía judicial.

El profesor de nuestro querido lector debe ser de aquellos indignados que se llevaban las manos a la cabeza porque Marlaska no dimitiera tras la decisión judicial posterior que obligó al Ministerio de Interior a reponer en su puesto al coronel tras su destitución por «pérdida de confianza».

Marlaska, sin embargo, conocía muy bien la naturaleza dependiente de la policía judicial porque la sufrió en sus carnes en su etapa de juez instructor en la Audiencia Nacional. La operación que dirigía para desarticular la trama de extorsión de la banda terrorista ETA fue malograda por un chivatazo de la propia policía judicial en época en que las negociaciones con el gobierno estaban muy avanzadas y una acción así podría desbaratarlas. Era el denominado caso Faisán, al que daba nombre el bar donde se cobraban las cantidades exigidas en concepto del denominado «impuesto revolucionario».

Una vez saltó del juzgado al ministerio, simplemente utilizó su experiencia como juez traicionado.

Sin contrapesos entre los poderes del Estado que garanticen el control de los poderosos, el monopolio estatal de la violencia se utiliza, o para los fines propios de quienes ostentan su mando bajo la excusa última de la razón de Estado, o directamente para la brutalidad arbitraria. Para que el control judicial de la actividad criminosa del poder político sea real y no mero papel mojado o simple declaración de buenas intenciones, se hace indispensable la existencia de una auténtica policía judicial dependiente tan sólo de jueces y magistrados para la investigación judicial del delito, sufragada por el presupuesto de un órgano de gobierno de la justicia separado de los poderes políticos del Estado tanto económica, como organizativa y funcionalmente.

Sin auténtica policía judicial, la investigación de los delitos de la clase gobernante, está condenada a una irremisible impunidad. Nadie en su sano juicio puede considerar si quiera la posibilidad de que los mandos policiales nombrados por el Ministerio del Interior (poder ejecutivo) y adscritos sólo formalmente a las mal llamadas unidades de policía judicial, investiguen los crímenes de sus superiores jerárquicos o de quienes nombraron a su vez a éstos.

Por otro lado, y no menos importante, los datos objetivos que el instructor judicial obtiene de una policía gubernamental como instrumento de la investigación penal son fácilmente cercenados o dirigidos a orientar las decisiones judiciales en el sentido que interese y ordene la cadena de mando policial, con una visión parcial de los hechos que provoca irremisiblemente el error judicial en el sentido deseado.

La inexistencia de separación de poderes distingue sólo nominalmente por su adscripción formal (división funcional) la labor de prevención, represión y persecución del delito, de típica atribución al ejecutivo (Ministerio del Interior), de su investigación una vez llegada la notitia criminis a sede judicial. Esta última, de valor meramente auxiliar de la labor instructora del juez y con su estricto límite, precisa de funcionarios estatales que con la referida dependencia orgánica de la justicia actúen con inmediación jerárquica y económica de ésta.

De paso, se conseguiría la mejora en la eficacia de su funcionamiento dado que la directa trasmisión de órdenes e información reducirían al mínimo errores lamentables derivados de la pluralidad actual de mandos, ficheros y protocolos, con la consiguiente descoordinación entre la autoridad administrativa y la judicial.

Una Policía Judicial en suma, que ajena a la razón de Estado no fuera brazo ejecutor ni represor, sino linterna de la actuación investigadora en cuanto la autoridad judicial sospeche la existencia de delito. Independientemente de razones coyunturales de política criminal que, por criterios de orden público, manden mirar a otro lado, o aún peor, convertir al policía en cómplice del delincuente.

Nuestro profesor de Derecho desconoce que la utilización de los cuerpos policiales dependientes de Interior y asignados a juzgados y tribunales como herramienta de la instrucción penal es, más al contrario, un útil instrumento para orientar, manejar o directamente obstaculizar la investigación instructora según convenga. Porque lo que se llama ahora policía judicial, no son sino unidades del cuerpo dotadas económicamente y dependientes orgánicamente del mismo Ministerio del Interior que ordena sus destinos y ascensos.

1 COMENTARIO

  1. Por otra parte, para separar hay que limitar, y para limitar hay que definir. Es la ausencia de descripción cierta, leal y firme de los “poderes del Estado”, la que tolera la corrupción política.

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