MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Este año se cumple el cuarto centenario de la Segunda Parte del Quijote, escrita por el misterioso autor que se esconde tras el pseudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda, y que su enigma ha llevado a cientos de tesis y teorías sobre la verdadera identidad de su autor. El proemio de la novela, dirigido al Alcalde, Regidores e Hidalgos de la noble villa de Argamasilla huele a aristocratismo horaciano: “Odi profanum vulgus”. Y es que existe en el Quijote de Avellaneda un muy subrayado aristocratismo basado en las prendas personales del individuo, y no en su casta o en el grupo al que pertenece, lo que alumbra en cierto modo la filosofía aristocrática y jerárquica de Baltasar Gracián. El Prólogo de la novela, rabiosamente anticervantino y rencoroso, invita a pensar que fue algún clérigo que escribió comedias tan malas a los ojos de Cervantes que fueron reprendidas con acerba crítica por éste mismo, algo no propio del alma generosa, humanitaria y tolerante de Cervantes. La mayor parte de la crítica tradicionalmente ha pensado en Jerónimo de Pasamonte, autor menor del que se burla Cervantes en la Primera Parte en el personaje de Ginés de Pasamonte, convertido en galeote no por hazañas militares y gloriosas, sino por delitos comunes. Pero esta Segunda Parte “apócrifa”, no está escrita por un autor menor, sino por un verdadero maestro de la novela, que no teniendo el genio de Miguel de Cervantes, tiene, con todo, unas facultades de escritor soberbias. Burlóse Cervantes en la Primera Parte de Jerónimo de Pasamonte, convertido en el personaje Ginés de Pasamonte, porque este soldado, compañero de armas en otro tiempo del propio Miguel de Cervantes, en su biografía La Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte, relata como hazañas propias las que realmente llevó a cabo Cervantes, como aquella acción durante la Batalla de Lepanto en que a pesar de las advertencias de su capitán, que aconsejaba a Miguel de Cervantes permanecer en la enfermería por la fiebre, Cervantes combatió desde un esquife como un bravo recibiendo dos arcabuzazos en el pecho y otro en la mano, que la dejó prácticamente inútil. Ya no es que Pasamonte plagiase la obra literaria de Cervantes, sino que mercadeaba la propia vida de soldado valiente de Cervantes en interés propio. Ladrón de vidas ajenas, además de ladrón del rucio, Jerónimo de Pasamonte es todo un caso de buen escritor de vida mediocre y anodina.
Sea quien fuese quien escribiese esta Segunda Parte “apócrifa”, lo que está fuera de toda duda es que Cervantes estaba seguro que había sido Jerónimo de Pasamonte. Así lo dice en varias ocasiones en la Segunda Parte “auténtica”, y en un par de ocasiones en el Persiles. Para Cervantes era clarísimo que su antiguo compañero de armas, y quizás también antiguo amigo, con una vida muy paralela a la de Cervantes ( participante en la Batalla de Lepanto, en Navarino, en Túnez, preso en Argel y rescatado por la orden mercedaria, etc. ) había usado desconsideramente del personaje universal que Cervantes había creado y que, sin duda, va más allá de él, como todos los milagros del arte.
Don Martín Quijada es el protagonista de este libro que se inicia con la Quinta Parte del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha y de su andantesca Caballería. Nadie puede negar al autor de este Quijote, a nivel de la elocutio y la dispositio de la narración, su sabiduría maestra, sin duda basada en profundas lecturas de las retóricas y poéticas de su tiempo. La pirotecnia de sus constantes paranomasias está llena de gracia y de inteligencia. Si la sublime prosa cervantina es tendente al culteranismo, la del falso Avellaneda es conceptismo puro, merced sobre todo a las figuras de la elipsis, el zeugma y la apelativización, que las sabe manejar y endilgar en la narración de manera maestra. Los grandes elogios que se hace a Lope de Vega en esta novela hicieron pensar a algunos que el propio Lope la escribiese dada su patente maestría, pero Lope podía ser un megalómano, pero no un tramposo.
Después del discurso contra la ociosidad, Don Quijote quiere convencer a Sancho de la necesidad que tiene de reanudar de nuevo las aventuras andantescas “para que no se diga que yo he recibido en vano el talento que Dios me dio”, y de ese modo enriquecer con ellas “nuestra patria”. Y Sancho acepta si se le paga cada mes de trabajo puntualmente, a lo que accede Don Quijote convirtiendo a Sancho en un escudero asalariado. Aquí la “extraña locura” de Don Quijote se hace más mundana, cismundana, cortando su relación platónica con la bella Dulcinea del Toboso, y afanándose por llegar a ser premiado y recompensado por una real realeza ordinaria, y no por una magnífica realeza extraordinaria de fantasía sublime: “Es fuerza que Su Majestad Católica me alabe por uno de los mejores caballeros de Europa”. Ahora es una justicia católica, hipercatólica, trentina, la que defiende la diestra y siempre brava mano de Don Quijote, y no la justicia universal del cervantino y auténtico Don Quijote de La Mancha, si bien ambos Quijotes-caballeros son perfecto paradigma del homo viator de la milenaria tradición cristiana.
Ahora bien, el falsario y usurpador autor sin rostro del Quijote, a pesar de todos sus aciertos narrativos incuestionables, acaba cayendo en la invectiva tabernaria de baja estofa contra Cervantes, lo que le enaniza sin remedio frente al exquisito humanismo de don Miguel. Así, en el capítulo IV su inquina incontenible le hace llamar “cornudo consentido y mercader” a don Miguel. Eso sí, de forma muy conceptista: “…No – replicó Don Quijote -; que aquel Cu es un plumaje de dos relevadas plumas, que suelen ponerse algunos sobre la cabeza, a veces de oro, a veces de plata y a veces de la madera que hace diáfano encerado a las linternas, llegando unos con dichas plumas hasta el signo de Aries, otros al de Capricornio, y otros se fortifican en el castillo de San Cervantes.” “Pardiez – dijo Sancho – que ya que yo me hubiese de poner esas plumas, me las había de poner de oro y de plata.” “No te convienen a ti – dijo Don Quijote – esos dijes; que tienes la mujer buena cristiana y fea”.