LA RAZÓN. LUNES 6 DE MARZO DE 2000
Considero a la abstención como el modo coherente de vivir en la realidad política, la manera útil de estar presente en la ciudad, la forma digna de participar, críticamente, en la oposición a lo público, cuando los gobernados, por la condición antidemocrática del Régimen que los gobierna y domina, no pueden intervenir en la cuestión decisiva de la libertad: la formación del Poder. La naturaleza y el alcance del poder político están decididos de antemano en el Estado de partidos. El control administrativo de lo público pertenece en exclusiva al consenso oligárquico de los partidos. Y el dominio privado de lo público, al consenso de la oligarquía financiera y mediática de la comunicación. La disputa por la hegemonía entre ellos no tiene la trascendencia de una verdadera acción política, no es una contienda civilizada sobre el modo de gobernarse a sí misma la sociedad civil. Aunque se llamen legislativas, si las juzgamos por su función y sentido, las elecciones son administrativas. La política se disuelve en «las» políticas, en las medidas o providencias que se ofrecen al criterio administrativo. Las elecciones para designar a los jefes administrativos del Estado, pues de eso se trata con el sistema de listas de partido, son un asunto burocrático. De ellas resulta que gobierna, legisla, juzga y administra… la administración.
Los ciudadanos acuden gozosos a las urnas porque, en ellas, se hacen funcionarios por un día. El sueño de las clases medias. Se integran en la máquina administrativa del Estado, se olvidan de sí mismos y de la sociedad. Y eligen pirámides de burócratas de partido, con un jefe absoluto en la cúspide, que aspiran a estar detrás de la ventanilla en todas las manifestaciones externas del Estado, incluida la judicial. Mientras que los resortes del poder interno del Estado, los que otorgan privilegios y concesiones al gran capital, ni se rozan en las elecciones ni en los programas de los partidos gobernantes. No hay izquierda o derecha que osen oponerse, desde el Gobierno y en defensa de la libertad, a las grandes concentraciones de poder financiero y mediático. El dato es suficiente para deducir que la corrupción es inseparable del Estado de Partidos y que la naturaleza del Régimen es la propia de una oligarquía. Pero la democracia institucional es posible. Basta con cambiar el sistema electoral y separar los poderes del Estado. Basta con dar a los ciudadanos el derecho de elegir a sus representantes de distrito y el de nombrar o deponer directamente a sus gobiernos. Basta con prohibir el escandaloso cinismo de que hombres o mujeres de un mismo partido, y de una misma elección, sean a la vez legisladores, gobernantes, jueces, administradores, consejeros jurídicos y auditores del Estado. Dictadura plural.
Los electores votan pero no eligen. Refrendar una de las listas de partido no es elegir. Los integrantes de lista no son elegidos por los votantes, sino por los jefes de partido. No representan, pues, a los electores ni a la sociedad civil. El Régimen político resultante tampoco. La distribución de cuotas electorales entre partidos sólo puede representar a la sociedad política costeada con fondos públicos, es decir, a la sociedad estatal. No se vota a diputados de los electores, del pueblo o la sociedad, sino a puros delegados de los partidos estatales. Esta realidad formal, que todos pueden ver sin emplear apenas la inteligencia, se tapa torpemente con impúdicos velos de propaganda democrática. Todos, gobernantes y gobernados, apuntalan la colosal mentira de llamar legislativas a estas burocráticas elecciones administrativas para cubrir puestos de relieve en el Estado; de llamar representantes del pueblo a simples delegados de partidos; de llamar separación de poderes a la simple separación de funciones públicas entre personas de una misma obediencia de partido; de llamar democracia representativa a esta degenerada oligarquía estatal.