No es cierto que en medios rurales y en sectores de población de edad avanzada se vote con criterios menos racionales que en la ciudad y en las clases activas. Como observó Schumpeter, “el ciudadano normal, tan pronto como entra en la esfera política, desciende a un plano inferior en materia de actuación mental. Argumenta y analiza de una manera que consideraría infantil en el ámbito de sus intereses reales. Se convierte en primitivo”.
Pero tal afirmación no hace justicia al primitivismo de que hace gala el hombre instruido. El “analfabeto natural” suele tener opiniones firmes, imperturbadas por informaciones contradictorias que no le alcanzan. En una tertulia de televisión o de radio puede comprobarse dónde se encuentra el verdadero analfabetismo político. Si a la tertulia asiste algún profano, o algún afectado por el problema de que se habla, éstos son los únicos que se pronuncian con pertinencia.
El sentido común no tiene cabida en un paradigma cultural que nos disuade de entrar en áreas de conocimiento reservadas a los expertos, a la vez que nos persuade a participar en la política, la materia más necesitada de información y de razonamiento. La invitación no resulta ridícula porque la incompetencia general disimula la ignorancia propia.
La raíz del “analfabetismo cultivado”, del alejamiento de la política de la “esfera de intereses vitales” del ciudadano, está en la incongruencia de un sistema que fuerza a escoger un partido por razones sentimentales de identificación social, y a tomar partido, a justificar el voto, por razones intelectuales o morales. El analfabeto natural resuelve, por instinto y desconfianza, la maraña de información de que se valen los analfabetos cultivados para justificar, con razonamientos pueriles, su afición sentimental al poder.