Hace doscientos veinte años una generación de ilustrados se embarcó en la odisea de hacer, con una teoría filosófica, una revolución política. Más completa que la monoteísta de Moisés. Se propuso dar un giro de noventa grados a la única relación de poder conocida entre los hombres. Transformar la verticalidad del mando en horizontal obediencia. Cambiar la sociedad entre desiguales, con relaciones personales de poder sobre el inferior, en una sociedad de iguales sin relaciones personales de poder. Desnudar al individuo de todas sus herencias, condicionamientos y ataduras sociales, salvo las de propiedad. Descubrirlo como sujeto de razón y de voluntad capaz de buscar y encontrar la felicidad a través de leyes universales que expresaran, con su concurso particular, la voluntad general.
Newton (1686) había revolucionado la comprensión de los movimientos de las individualidades físicas de la materia descubriendo la ley universal que los gobierna. Adam Smith (1776) acababa de revolucionar la comprensión de los movimientos de las individualidades económicas con el descubrimiento de la ley universal que los regula en el mercado. ¿Por qué no poner en práctica la teoría que permite comprender los movimientos de las individualidades políticas descubriendo la ley universal de la voluntad general que los gobierne?
La nueva mecánica había logrado el consenso de la comunidad científica por la evidencia de la fuerza de gravedad que equilibra y ordena el mundo físico. La nueva economía escocesa alcanzaba el rango de ciencia entre sus cultivadores, independizándose de la política, porque la ley universal de la oferta y la demanda regula, con “mano invisible”, el equilibrio y el orden del mundo económico. ¿Por qué dudar de que un mismo consenso no se produciría entre seres racionales tan pronto como se acertara a codificar, en verdades evidentes por sí mismas, los derechos naturales del hombre y la ley universal de la voluntad general que, preservándolos con cabeza y corazón invisibles, ordene y equilibre el mundo político?
La experiencia americana (1776) no era, para los ilustrados, un ejemplo a seguir. Un pueblo colonial de pequeños propietarios agrícolas y granjeros no podía percibir el carácter científico de las fórmulas cuáqueras incorporadas a su Declaración de Independencia. No las utilizaron como primeros axiomas de los que la Constitución sería su inevitable desarrollo lógico. Las evidencias morales de sus fórmulas habían legitimado universalmente su insurrección frente a la Corona, pero no la constitución interna del poder político.
El derrotero constitucional americano había equivocado su rumbo y su fuerza motriz. Siguió la anticuada ruta de Montesquieu, balanceada por los suaves aires liberales de Locke, en lugar de la moderna corriente democrática de Rousseau, impulsada por el viento de la libertad y no por el interés de la propiedad, que no era un derecho natural anterior al Estado y a la sociedad civil, como creía el filósofo del parlamentarismo.
A pesar de la ardiente defensa del “grupo americano”, dirigido por Lafayette, la mayoría de la Asamblea francesa no estimó apropiado el antecedente republicano y federal para un Reino nacional cargado de complejidades históricas, ni para el propósito de hacer una Declaración de validez universal, centrada en la soberanía absoluta del poder legislativo como expresión de la voluntad general.
Tampoco era imitable el modelo ingles idealizado por Montesquieu. La nueva teoría científica de la ley, la necesidad lógica de una deliberación común para extraer de ella la voluntad general, excluía la posibilidad de dividir la potencia legislativa en dos cámaras. El requisito indispensable de la igualdad de los individuos era incompatible, además, con el establecimiento de una segunda cámara para los privilegiados. Por último, la revolución “gloriosa”, la reforma parlamentaria de la monarquía inglesa (1688), precedida de una decapitación regicida y de una república dictatorial, tuvo que ir acompañada de un cambio de dinastía que nadie, salvo el duque de Orléans, deseaba en Francia. El “grupo inglés” de la Asamblea, dirigido por Mounier, Lally-Tollendal y Malouet, se debatió en la impotencia. Su recalcitrante insistencia tuvo que ser finalmente aplastada (10 de septiembre del 89) por 849 votos en contra, 122 abstenciones y 89 votos favorables.
Los representantes del estado llano francés estaban condenados a innovar los fines y los medios revolucionarios, a realizar una revolución universal que se consumara, sin ruptura de la legalidad, por consenso de los representantes del tercer estado, que no era políticamente nada y aspiraba a serlo todo, y el monarca absoluto. Un reconocimiento mutuo entre dos soberanías. La nacional, fuente de la ley, y la monárquica, limitada a brazo ejecutor. En definitiva, una revolución dirigida por Luis XVI que pudiera servir de modelo universal, de imperativo categórico a todos los pueblos.
La virtud de sus principios filosóficos y la necesidad lógica de sus aplicaciones prácticas daban a la mayoría “rusoísta”, dirigida intelectualmente por Sièyes, la confianza de vencer todas las resistencias poniendo en evidencia ante la opinión pública, que emergía como tribunal constituyente, la mala fe de los que negaran su consentimiento.
La verdad científica de lo que “debía ser” tenía que transformar, por consenso de la comunidad política, la sociedad entre desiguales en una sociedad de iguales. La fraternidad, fundamento de la ética, volvería a unir la moral a la política, separadas teóricamente desde Maquiavelo. Los gobernados no acatarían otro poder que el impersonal de su voluntad general. La nueva concepción de la ley, como expresión de esa voluntad transubjetiva, haría de la obediencia libre y recíproca auto-obediencia. La política no sería ya arte, sino proceso técnico. Extraer de cualquier comunidad de individuos, por un método científico ultimado por Sièyes, la voluntad general.
El método requiere la estricta observancia de las mismas fases y condiciones que conducen mentalmente a un individuo, aislado de toda presión exterior, a tomar y ejecutar una decisión inteligente. Sólo que sustituyendo la reflexión individual por la deliberación común. No hay que dividir y separar poderes distintos, sino fases o funciones de un solo poder. Proponer, deliberar, votar y ejecutar la ley. Las únicas funciones inseparables, para extraer la voluntad general y no sumas contrapuestas de voluntades particulares, son la deliberación y la votación. La Constitución debe garantizar el aislamiento social de los individuos, para no condicionar su libertad, y la observancia de este método de producción de leyes que sean exacta expresión de la voluntad general.
Esta forma de gobierno es sustancialmente el gobierno de la forma. La democracia es el método científico de extraer con pureza la voluntad general. El contenido de esa voluntad soberana es indiferente para esta forma de gobierno. La distinción entre democracia formal y material carece de sentido.
Surge, sin embargo, un escollo. El rey absoluto se niega a ponerse al frente de esta excelsa revolución. La Iglesia y la nobleza feudal la combaten. La razón universal del tercer estado, en su primera confrontación con la realidad, demuestra que por sí sola no es suficiente. El arte tradicional de la política acude en su ayuda.
Los comunes se constituyen ellos solos en Asamblea nacional (17 de junio). Tienen conciencia de estar usurpando la soberanía y de carecer de poderes constituyentes de sus electores. Pero vencida la resistencia del rey y reunida en una sola Asamblea toda la representación nacional (27 de junio), deciden convertirla en constituyente (9 de julio) porque su imperativo categórico es moralmente superior a cualquier especie de mandato imperativo del cuerpo electoral. Como siervos de la Razón Universal escribirán a su dictado, sin conciencia de usurpación, los nuevos mandamientos de la ley natural, los derechos que cada hombre puede hacer valer frente a todos. Luego, como desarrollo de estos principios fundacionales, establecerán en la constitución del poder político los derechos que todos podrán hacer valer contra cada hombre.
Para redactar este “catecismo”, como lo llamó Barnave, los diputados se alejan, como Moisés, del pueblo. Tan imbuidos están de su doctrina, que empiezan a practicarla antes de que entre en vigor. Una y otra vez rechazan las ansiosas peticiones del pueblo para que calmen y orienten o dirijan la turbulencia insurreccional de París. Su argumentación es impecable. El poder legislativo, que todavía no tienen, no debe interferir los asuntos del poder ejecutivo.
Sólo descienden del Sinaí cuando les invita por sorpresa el supremo soberano (15 de julio) a legitimar y santificar conjuntamente los horribles crímenes de la Bastilla (14 de julio), cometidos por un pueblo abandonado a su espontánea desesperanza, y cuando la gran nobleza renuncia inteligentemente al feudalismo para capitalizar sus “manos muertas” (4 de agosto) y poner fin al vandálico espontaneísmo de unas masas campesinas abandonadas al “gran pánico” de terribles infundios de venganza y saqueo.
Por fin, después de sesenta días y sesenta noches deciden dar por terminada, inacabadamente (27 de agosto), la Declaración de Derechos, que sólo se convertirá en texto legal cuando una espontánea y nutrida columna de seis mil mujeres llega a Versalles (5 de octubre) para arrancar al rey su consentimiento. Una usurpación del poder constituyente por parte de los diputados y tres movimientos violentamente espontáneos del instinto popular convirtieron un debate entre “mil doscientos metafísicos”, como llamó Condorcet a los diputados, en una Declaración de Derechos espectacularmente revolucionaria, por el efecto que produjo a todo el mundo, y, antes que nadie, al pueblo francés.
Los diputados creyeron haber terminado, con esta Declaración, una Revolución que realmente se iniciaba con ella. La religión, la filosofía y la ciencia, unidas como en tiempo de Moisés, reclaman la fundación de un nuevo orden político en la tierra prometida de la ley, vislumbrada para toda la humanidad por los derechos naturales del ser humano.
La ley de la voluntad general, tan universal como la de la gravedad y la del mercado, tan exacta como un teorema, conducirá a la felicidad prometida del mismo modo que las leyes de la naturaleza llevan al conocimiento de la verdad. Para Condorcet, “una buena ley lo es para todos los hombres como una proposición es verdadera para todos”.
El debate sobre los derechos del hombre se clausura el día 26 de agosto con esta frase de Barère: “El principio de distinción y distribución de poderes es para la Constitución pública lo que la gravitación newtoniana al sistema del mundo”. Más tarde, un día antes de 9 de Termidor, Robespierre dirá en la convención que la francesa ha sido “la primera revolución fundada sobre la teoría de los derechos de la humanidad”. La primera, no la última. Lenin y Trotsky emprenderán en 1917 la también desventurada odisea de hacer una revolución política, universal y permanente, para demostrar la validez científica de la teoría humanista del socialismo marxista y acelerar el curso de la historia adelantando el ineluctable acceso al poder de la clase obrera.
Dolorosamente para la humanidad, el cruel laboratorio de la historia ha tenido que rebatir y “falsar” las dos teorías científicas de la revolución, cuyo fracaso se ha disimulado con la eficiencia del subproducto engendrado: la oligocracia de la clase política, al Oeste, y la dictadura de la clase burocrática, al Este.
Afortunadamente, las otras dos “modestas” revoluciones locales, empíricas y pragmáticas, continúan manteniendo la buena salud de los cuerpos políticos anglosajones. Únicas sociedades civiles que permanecieron inmunes al virus totalitario y que producen el “rechazo orgánico” del virus oligárquico que conllevan las listas de partido al sistema electoral con criterios de proporcionalidad.