Cuatro grandes revoluciones pretendieron cambiar el “antiguo régimen” por nuevas concepciones racionales de mando y obediencia. El banco de pruebas de la historia ha emitido su veredicto. La americana ha conseguido su propósito inicial. La primera en el tiempo, la inglesa, lo ha logrado en gran parte. Pero las dos últimas se han saldado con un fracaso de sus ilusorias pretensiones.

No se muda la naturaleza del poder cambiando de soberano y dejando intacta la soberanía. La Revolución francesa permutó al Rey absoluto por la Nación o Pueblo, es decir, por la oligarquía de la clase política que asumió la soberanía absoluta de su representación. La Revolución rusa trocó al Zar autócrata por el Partido Único, que asumió la soberanía autocrática del Estado totalitario.

Norteamérica y Gran Bretaña, en contraste con los países influidos por la Revolución francesa, han resistido durante dos siglos formidables embates de guerras civiles y mundiales, depresiones económicas, bárbaros nacionalismos, y hasta de sus propios imperialismos, sin merma de las libertades individuales ni de la independencia de la sociedad civil.

La profunda diferencia entre la autenticidad formal de la democracia norteamericana y la ficción representativa de los regímenes europeos deriva del diverso modo en que una y otros han resuelto el problema de la legitimación de la Autoridad.
Para conseguir la probabilidad de obediencia entre seres iguales, allí se ha puesto el énfasis en el consentimiento de los gobernados. Aquí, en el carácter impersonal y metafísico de la soberanía. Para facilitar ese consentimiento, allí se configura el poder en personas singulares responsables de sus actos políticos. Aquí se desfigura en ficticios entes individuales o colectivos, políticamente irresponsables en tanto que soberanos.

El sistema norteamericano legitima el ejercicio del poder. Los regímenes europeos, su constitución. Cuanto más dividido, controlado, personalizado y responsabilizado esté el poder del Estado americano, mayor será la probabilidad de que consiga una general aquiescencia. Cuanto más unido, sacralizado y despersonalizado sea el poder del Estado europeo, más fácilmente obtendrá la obediencia ciudadana.

Los individuos son voluntariamente ciudadanos en Norteamérica. En Europa, forzosamente. La situación ideal sería allí la compleja autonomía de la sociedad civil. Aquí, su absorción por la sociedad política. El voto electoral allí es un derecho. Aquí un deber.

El proceso constituyente de los Estados Unidos conoció tres momentos de inspiración legitimadora de la autoridad que ningún otro pueblo, en ninguna época, ha sabido igualar. La legitimación moral de la ruptura con la Corona británica mediante la Declaración de Independencia de 4 de Julio de 1776. La legitimación republicana de la constitución de poder, personalizado y electivo, mediante la segunda Constitución de 1789, redactada por un comité presidido por Washington, tras el insólito hecho, que tanto impresionó a Tocqueville, de la autosuspensión del poder colegiado que estableció la primera Constitución. Y la legitimación democrática del ejercicio del poder mediante las Enmiendas constitucionales de 1791, presentadas por Madison como “barreras contra el poder en todas las formas y en todos los comportamientos del gobierno”. Es en ese momento final del proceso revolucionario, y no al comienzo como hicieron los franceses con su Declaración de Derechos, cuando los principios morales pueden operar como cautelas de la libertad personal.

Los revolucionarios de ultramar encontraron su inspiración en la interpretación igualitaria de la Biblia de los sermones cuáqueros, en la interpretación liberal que hizo Locke de la “Bill of Rights” de 1689; en la balanza de poderes de Montesquieu; en el “Common Sense” de Paine, de donde Jefferson tomó la idea de sustituir el derecho a la propiedad por el de búsqueda de la felicidad.

Pero el factor decisivo, y diferenciador de las otras tres revoluciones, fue la circunstancia de que el enemigo a batir era un poder parlamentario.

La naturaleza mezquina de interés, y degenerada de intelecto, de este poder representativo se evidenció al rechazar el generoso proyecto de Franklin, propuesto por su amigo, Edmundo Burke, de que la Corona conservara las colonias a cambio de una misma libertad y una misma igualdad para todos los ciudadanos de un gran imperio atlántico.

Sólo 49 diputados sobre más de 600 comprendieron, como Franklin, que todo había terminado. La lucha de la libertad contra el principio de la soberanía, tapadera de los monopolios coloniales, tenía que cambiar de escenario.

Cuando Franklin desembarca del Pennsylvania Packet, ante una muchedumbre que coreaba “América para los americanos”, había tenido lugar en Lexington la primera batalla de la guerra de la Independencia.

El pueblo americano, para quien Washington buscaba dinero y un ejército, va a recibir el día 4 de Julio de 1776 el maravilloso regalo de un arma, hasta entonces desconocida, que pone en pie de guerra a toda la nación. En la vinculación de la idea de patria a la libertad de los individuos está el llamamiento a filas que hace, sin decirlo, la Declaración.

El pueblo tiene el derecho de cambiar o de abolir toda forma de gobierno que devenga destructora de la única finalidad que lo fundamenta: asegurar el disfrute de los derechos individuales, y en primer lugar la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. “Tal ha sido la paciencia de estas colonias en sus males y tal es hoy la necesidad que las fuerza a cambiar su antiguo sistema de gobierno”.

En el salón de Carpenter´s Hall de Filadelfia, sin solemnidad ni espectáculo, los delegados de las Colonias Unidas comienzan a estampar sus firmas al pie del bello pergamino caligrafiado con el texto de Jefferson, apenas corregido por Adams, Franklin, Sherman y Livinston.

La antefirma dice: “Nos comprometemos mutuamente a sostener esta Declaración con nuestra vida, nuestros bienes y nuestro honor”. Jefferson verá en este compromiso de lealtad el secreto de la autenticidad democrática.

La Declaración de Independencia desempeñó una doble función, inicial y final, en la Revolución Americana. Inicialmente, fundó el patriotismo nacional sobre evidencias morales de libertad y de igualdad de derechos por encima del egoísmo de los Estados de la Unión. Finalmente, preservó una esfera de derechos y libertades individuales fuera del alcance del propio poder representativo.

Con el tiempo y el éxito, aquel primitivo patriotismo moral ha degenerado en nacionalismo imperialista. Pero todavía conserva su vigorosa lozanía la separación entre sociedad civil y sociedad política, y sobre todo, la garantía constitucional contra el abuso de poder de las autoridades representativas.

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