Desde la muerte del Emperador del Sacro Imperio y Rey de Sicilia, Federico II de Hohenstaufen (1250), hasta la obra de Marsilio de Padua (“Defensor pacis”, 1324), en tan solo 74 años, se desarrolló la revolución intelectual, social y política que dio lugar al nacimiento del Estado y del republicanismo moderno.

La vivacidad y brillantez del Renacimiento amortiguaron las resonancias de las innovaciones políticas de la época que lo engendró. Y las luminarias medievales de Roger Bacon, Aquino, Dante, Giotto, Escoto, Occam, Lulio o Marco Polo, dejaron en las sombras del olvido a los creadores de aquel republicanismo que sintetizó el gran Marsilio, como concepto diferente de la virtud romana, idealizada por Maquiavelo siglo y medio después.

La investigación histórica realizada por N. Rubistein (1982), sobre la ideología de las ciudades italianas que se independizaron del Imperio, tras la muerte de Federico II y la traducción de “La Política” de Aristóteles, ha facilitado el acceso a la originalidad del pensamiento republicanista, especialmente en las obras de Brunetto Latini (canciller del primer gobierno popular de Florencia); Ptolomeo de Lucca (prefería la República por analogía de las ciudades italianas con la polis griega); y fray Remigio de Girolami (“quien no es ciudadano no es hombre”).

Lo más interesante y aleccionador fue el hecho de que un nuevo concepto de República, diferente del romano, se anticipó a la ideología monárquica, tan pronto como aquellas ciudades italianas se encontraron liberadas, sin proponérselo, de la potestad del Emperador fallecido. Donde no había un “suzerain” feudal, la Ciudad tuvo que levantar la autoridad política sobre la estructura de la sociedad civil, dividida en las categorías correspondientes a la tripartición funcional de los pueblos indoeuropeos (sacerdotes, guerreros y productores). La modernidad de los repúblicos unió la estabilidad política de la ciudad a la estructura gremial de su economía. Las Repúblicas gremiales se sentaron en una civilidad natural que luego rompió la soberanía de los Príncipes.

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua distingue con precisión lo que significa ser republicano o republicana, respecto de lo que supone ser repúblico. Mientras que lo republicano se refiere a todo lo perteneciente o relativo a la República, lo repúblico solamente designa las personas capaces de desempeñar oficios públicos, versadas en la dirección del Estado y competentes en materia política.

Basándome en ésta distinción, justifiqué la impropiedad de llamar republicanos a los que, estando bajo una Monarquía, se declaran promotores de un tipo de República radicalmente diferente de todos los que existieron en el pasado. La voz republicano se refiere, en la España monárquica, a los partidarios de restaurar la segunda República Parlamentaria, o la primera Federal, es decir, a personas no versadas en la dirección del Estado, ni competentes en materia política. El sentido de la voz “repúblico”, un neutro sin femenino, lo expliqué en los artículos “Repúblico” y “República en potencia”, publicados aquí los días 1 y 3 de junio de este año.

Fueron forzosamente repúblicos, y no simples republicanos, los revolucionarios que, siendo competentes en materia política, por haberla extraído de las experiencias de la historia y de los grandes pensadores antiguos, tuvieron que crear Estados independientes, como sucedió a los republicanistas medievales y a los fundadores de EEUU. También lo son quienes ahora han ideado y asimilado un tipo democrático de República Constitucional, que supera las impotentes Monarquías y Repúblicas de Partidos, para resolver los problemas de la libertad política y de los nacionalismos interiores, dejados sin solución europea por, y desde, la Revolución Francesa.

Sorprende el paralelismo existente entre los repúblicos medievales, que prefiguraron el Estado, dando potestad política estable a la sociedad civil de las Ciudades independizadas del Sacro Imperio, y los repúblicos americanos que crearon el Estado Federal estadounidense, dando su control a la sociedad civil de las colonias independizadas del Imperio británico. La conciencia de la necesidad de una sola autoridad política se derivó de la exigencia de dar status permanente, o Estado, a la sociedad civil.

En Europa, la historia de las vicisitudes del Estado y de las ideas políticas, a partir de la Revolución Francesa, no solo ha sido diferente o divergente, sino opuesta. No es momento de explicar las causas materiales o espirituales que desviaron al Estado de su fuente original. Me limito a llamar la atención sobre la nefasta ideología que construyó el concepto de soberanía, en lugar de potestad, desconocido en la antigüedad y en los estadistas norteamericanos, y que lo ha mantenido bajo todas las formas de Estado y de Gobierno. Pues la soberanía no solo fue “leitmotiv” de las monarquías y las filosofías que las legitimaban (Bodin, Hobbes), sino también del pensamiento revolucionario que las combatió (Rousseau, Robespierre, Lenin).

La soberanía, cualquier soberanía -la popular, la de clase social, la parlamentaria, la de partido único y la de partidos estatales- es incompatible con la libertad política y con la democracia política. La simple idea de separación y equilibrio de poderes estatales hace imposible la soberanía indivisible de alguno de ellos.

El Estado de la República Constitucional tendrá la potestad exclusiva de sancionar las leyes, de darles fuerza coercitiva y de ejecutarlas, pero ninguna soberanía sobre la sociedad civil que lo fundamenta y legitima. Por eso tiene tanta importancia, para los actuales repúblicos españoles, conocer la filosofia de la sociedad civil (económica), sobre la que Marsilio de Padua construyó la teoría del moderno Estado, laico y republicano. Pues la “res publica” es la sociedad civil; la República, su ordenamiento político; el Estado, la representación legal de su potestad.

Marsilio definió la sociedad civil y el Estado, con la ayuda de Jean de Jandun, profesor del Colegio de Navarra: “Para vivir de modo suficiente, los hombres se han asambleado a fin de buscar y entrecomunicarse naturalmente los diversos productos necesarios. A esta asamblea, así realizada y con suficiencia para satisfacerse, se la ha llamado Ciudad. Como el hombre de una sola profesión no puede procurarse las cosas para la suficiencia de su vida, ha sido precisa la reunión de diversos oficios u órdenes, que son las partes de la sociedad, en su multiplicidad y diferenciación”.

Consciente de la división tripartita de las funciones sociales, Marsilio excluyó el orden sacerdotal y el guerrero de la potestad politica, para atribuírsela al tercer orden, el de productores, la “melior pars”. La parte que Locke consideró la más inteligente, y Friedrich, la más valiosa. El tercer estado de Sièyes. La parte que, después de la perversa transformación de los órdenes funcionales en tres mentalidades sobre el sujeto de la soberanía, he llamado tercio laocrático.

El afán de conquista de la soberanía politica transformó la tripartición natural de las funciones sociales, en las tres mentalidades ideológicas que martirizan el mundo moderno. El autoritarismo militar-eclesiástico tradicional o de partido único del Estado Totalitario; el liberalismo de la mano visible de los planificadores y dominadores del mercado económico; el socialismo o socialdemocracia de la economía de bienestar, que redistribuye las rentas según las apetencias oligárquicas del mercado político.

Pese a creerse moderna, la polémica anarco-liberal, sobre el Estado mínimo, continúa en la anacrónica órbita astral de la soberanía. Y es lógico que se mantenga hasta que la sociedad civil recupere el control del Estado. Pues si ningún poder estatal fuera soberano, y el poder legislativo correspondiera a la sociedad civil, como en la República Constitucional que proponen los repúblicos españoles, la mayor o menor extensión de las competencias estatales sería indiferente para la libertad politica.

La embriología explica en qué estado del germen se producen las mutaciones que originan la progresión individual de las especies. Para crear una nueva especie democrática de Estado, debemos retroceder, en la evolución del pensamiento político, hasta los repúblicos medievales que desconocieron la soberanía, y dieron la potestad a la representación civil. Más que por su idea profana del poder, Marsilio ocupa el más alto rango en la ideación del mundo moderno, por haber descubierto la representación política. Algo inconcebible en el mundo greco-romano. La representación monádica de la sociedad civil, en la Asamblea Legislativa de la República Constitucional, retira del Estado la soberanía, y le da la potestad ejecutiva de las leyes y de la Administración pública.

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