Lo que hace miles de años comenzó siendo una desconfianza del pensamiento griego en la posibilidad de conocer la verdad de las cosas, ha terminado por ser un miedo pánico de la sociedad para reconocer la verdad primaria de la lealtad en los sentimientos políticos y civiles. La duda dejó de ser antesala de la sabiduría cuando salió de su ventilada habitación mental, para instalarse en las obscuridades del subsuelo cordial, donde lo inconsciente domina lo consciente.
Todo lo natural, desde las grandes catástrofes al dolor humano, pasando por la inteligencia y los gustos, tiende al dogmatismo. ¿Hay algo más dogmático que el amor o la aritmética? Tan sano era desconfiar de los sentidos y de las sensaciones, en tanto que vehículos de las abstracciones ideológicas en el mundo de lo inteligible, como enfermizo ha sido extender la incertidumbre a las concreciones éticas y estéticas en el mundo de lo sensible.
Aparte de la fe en los dogmas religiosos, existían creencias dogmáticas fundadas en una pretendida autoridad de la razón universal. Pero un ilustrado escocés, David Hume, aniquiló esa ingenua confianza, exaltada por la Ilustración francesa, al considerar la experiencia como única fuente de conocimiento empírico. Ante aquel escepticismo, negador de la posibilidad de conocimiento racional, Kant tuvo que acudir a la razón crítica para distinguir, en la epistemología, la validez del dogma moral (imperativo categórico) y la del procedimiento dogmático de la ciencia, frente a la invalidez del dogmatismo intelectual, en tanto que éste es el “procedimiento dogmático de la razón pura sin una previa critica de su propio poder”.
La desilusión social en la capacidad de la razón para ordenar el mundo político (terror revolucionario, corrupción del Directorio, Dictadura, Restauración), y la fe del liberalismo económico en el egoísmo de la mano invisible del mercado, derivada de la traducción de los vicios privados en beneficios públicos (Mandeville), engendraron el regresivo dogma del escepticismo modernitario, que Augusto Comte definió como actitud social.
“El escepticismo no es sino un estado de crisis, resultado inevitable del interregno intelectual que sobreviene siempre que el espíritu humano está llamado a cambiar de doctrina, como medio indispensable empleado por el individuo o por la especie para permitir la transición de un dogmatismo a otro, lo cual constituye la única utilidad fundamental de la duda”.
Pero no se trata de ritmos espirituales en imaginarias filosofías de la historia, como creyó el creador de la sociología, sino de arrumbamientos de la humanidad doliente en las guerras de destrucción masiva. La europea del 14 trajo el dadaísmo estético y el cultivo de la escéptica frivolidad que condujo a la siguiente. La mundial del 39 consolidó el escepticismo en los métodos de investigación científico-militar, el maniqueísmo en la guerra fría y el derrumbamiento de las ideologías en Occidente.
El Estado de Partidos es fruto de la unión del dogmatismo militar del vencedor estadounidense con el pirronismo político de los vencidos, para asegurar la estrategia de condominio del mundo con el vencedor oriental. El derribo del muro de Berlin abrió la compuerta que retenía el escepticismo a este lado del telón de acero, anegando de corrupción la sociedad europea desde el cabo de San Vicente a los Urales. El Imperio único se pudo quitar la máscara de civilización en las Azores. Y la Península Ibérica, dominada por los hijos de la dictadura orgánica, pasó a ser la plataforma del Imperio contra la incipiente unidad europea que lo desafiaba en Irak. Pero dejemos los hechos que expandieron el escepticismo como actitud social, y no como respetable posición epistemológica, para volver a las ideas que todavía lo justifican.
Para la falta de pensamiento, llamada pensamiento débil, el escepticismo epistemológico, derivado de la teoría de la relatividad y del principio de incertidumbre en las partículas elementales, fundamenta y legitima no solo el escepticismo intelectual, sino hasta el actual pirronismo social, donde el “ya vale” o el “todo vale” ocupan, feamente, los espacios públicos antes reservados, bellamente, a la consistencia de la verdad científica probada y a la vigencia de la verdad moral evidenciada.
El escepticismo se ha convertido así en un dogma social que se refuta a sí mismo. Si nada es susceptible de ser afirmado como verdad, y cada cual tiene la suya, tampoco puede ser objetiva la verdad de la duda sobre todo. Una duda que, no siendo metódica sino hipócrita y cobarde, desprecia la “fe animal” en los instintos que toman la Naturaleza por la mano, para poder traducir la inseguridad personal en vocaciones de poder, fama o riqueza.
En el imperio del escepticismo moral, las pretensiones de formular una teoría normativa de la democracia como forma de Gobierno, o una teoría científica de la República Constitucional como forma de Estado, parecen desatinos de la ingenuidad intelectual, aunque la primera esté deducida de la experiencia del fracaso de la libertad política en Europa, y la segunda se haya construido sobre la piedra angular de un descubrimiento trascendental para la inteligencia del sentimiento y de la razón en las relaciones de dominio público: esto es, que la única verdad política es la libertad colectiva. Unidad del principio de continuidad moral que expresa el axioma de la ecuación de evidencia verdad=libertad.
La acusación de dogmatismo carece de sentido frente a una teoría pura de la democracia que declara no ser descriptiva, sino normativa o constitutiva de su objeto. Pero esa será la crítica del escepticismo republicano, huérfano de doctrina y de confianza intelectual en sí mismo, a la validez y consistencia de una teoría de la República Constitucional que, siendo axiomática, no está cubierta de veladuras ideológicas, ni amparada en dogmatismos intemporales no susceptibles de ser sometidos a verificación o refutación, como el marxismo o el freudismo.
La teoría de la RC no puede ser ideológica porque resuelve, con la libertad política, el problema de la relación de poder, sin entrar en los conflictos engendrados por la aspiración a la igualdad social, que es la fuente de las ideologías modernas. Es una teoría del continente estatal y no del contenido gubernamental. Y tampoco puede ser acusada de sostenerse en un dogmatismo de la voluntad de ser republicano porque, al criticar previamente el poder de la razón política imperante, la teoría de la RC se somete con gusto a la refutación del axioma verdad=libertad por los que nieguen su evidencia o funden la razón política en algún principio extramoral.
A diferencia de todas las concepciones políticas elaboradas desde la Revolución francesa, incluida la anarquista, la veracidad de la teoría de la RC no se demuestra, como dijo Popper respecto de las verdades científicas, “con el número, la fe o la energía vocal de sus partidarios”, puesto que eso nada tiene que ver con el contenido de verdad que entrañen.
Y así como ese filósofo de la ciencia consideró flagrante delito todo compromiso para sostener una verdad científica, como pienso que es el consenso en materia política, la teoría-acción de la RC no exige compromiso alguno de la voluntad para su realización, sino la participación de la inteligencia crítica en la verdad axiomática que ella misma descubre en su fundamento.
Sin embargo, como la teoría-acción de la RC no es reconstruíble en experimentos de laboratorio que puedan ser sometidos a la “lógica del descubrimiento”, sino solamente verificable por su realización histórica, mediante la praxis correspondiente, tenemos que acudir a la “psicología social del descubrimiento” (Kuhn), a la masiva participación de las inteligencias en la verdad que descubren, para prodecir como se realizará el cambio pacífico de Monarquía y Partitocracia por República y Democracia.
La honestidad intelectual consiste en no refugiarse en parapetos o trincheras defensivas, sino en salir con valentía a campo abierto declarando bajo qué condiciones estaría dispuesta a dejar su posición. Y esto lo hace con alegría la teoría de la RC, pues sabe que solo podrá ser superada con otra teoría general que la integre en una hipotética concepción unitaria de la Libertad y la Justicia, por ahora, inimaginable.