La prueba de que esta Monarquía -regentada por el usurpador que impuso el General Franco- no es un Sistema político autónomo, asentado sobre la libertad de los españoles, sino un Régimen de poder, sostenido por el consenso de una sinarquía de partidos estatales, está en el hecho definitorio de que ni un solo medio de comunicación, y desde luego ningún partido, se atreven a publicar análisis sobre el grado de probabilidad de que el heredero de la Corona, el Príncipe Don Felipe, llegue a ser Rey.

Los mayores periódicos digitales -que no son libres de pensamiento ni de expresión- tampoco son leales al deber de informar de las expectativas que tiene la Monarquía de continuar vigente tras el fallecimiento de Juan Carlos, no obstante ser este evento el primer asunto que ocupa y preocupa el interés de los hombres del Estado de Partidos, y el de todos los gobernados.

No hace falta que la ley lo prohíba. Las costumbres del poder son más eficaces que la propia Constitución. El silencio sobre el futuro de la Monarquía es sonoro y determinante, como lo fue el pacto de silencio sobre el pasado que la fundamentó. El secreto hermético del juego de los poderosos, de los que se encaramaron en el Estado sin dar oportunidad a la libertad constituyente, sigue siendo el bastión que protege a la Monarquía y a la partitocracia contra los asaltos de la verdad. La ley del silencio sobre los cimientos movedizos de la dominación partitocrática, constituye la “omertá” de la clase política y mediática.

Si los poderosos pueden vivir instalados en la mentira, sustituyendo el concurso de la inteligencia por el de la listeza y el de la honestidad por el de la eficacia, los débiles no tienen más posibilidad de sobrevivir con dignidad que la de aliarse con la decencia y el conocimiento, para llevarlos al Estado y destruir las murallas del miedo a la verdad. Fuera de la inteligencia, la eficacia es resultado de alguna especie de brutalidad. Y el silencio sobre la probabilidad de la República es propio de brutos.

La Monarquía de la Partitocracia puede caer en virtud de un acontecimiento que sentimentalmente desborde los muros que la contienen, o en virtud de un proceso de republicanización de la sociedad civil que alcance madurez. Aunque no sea imposible predecir que tipos de acontecimientos pueden desbordar la monarquía, lo que importa saber ahora es que la Monarquía de Juan Carlos, además de ser susceptible de fallecimiento por una causa eventual, no dependiente de la voluntad republicana, está ya expuesta a desfallecer, y ser retirada a los arcenes de la historia, por una causa procesual enteramente dependiente de la acción emprendida por el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional.

No hay la menor intención pretenciosa en reducir las causas procesuales de la caída de Monarquía a la acción exclusiva del MCRC. La razón es sencilla. Ningún partido estatal puede iniciar un proceso civil o político contra la Monarquía sin negarse y destruirse a si mismo. La trascendencia de este hecho se manifiesta en dos seguridades o certidumbres. Por un lado, en la seguridad de que la única alternativa pacífica para sustituir la Monarquía por la República es la que ofrece el modelo de la República Constitucional. Y por otro lado, en la certidumbre de que si la Monarquía cae a consecuencia de este proceso civil, los partidos estatales no tendrán oportunidad ni capacidad para restaurar la II República o instaurar una República de Partidos.

El cálculo de probabilidades no se aplica a los acontecimientos que puedan producir la caída de la monarquía, porque al ser eventuales no están sometidos a las leyes estadísticas de los hechos frecuenciales. En esos supuestos, hay que sustituir la probabilidad por el análisis de las causas que pueden producir el acontecimiento. Pero, en la situación actual, lo urgente no es predecir el futuro de la Monarquía, sino construir el de la República Constitucional a través del proceso iniciado por los repúblicos y los abstencionarios. De ahí la importancia que tiene el conocimiento de la dinámica de este proceso, y de la madurez alcanzada en cada una de sus fases. Pues es esta madurez, y no la voluntad de un líder, la que impulsará la fase siguiente.

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