Una de las aspiraciones de la humanidad o, mejor dicho, de la parte más noble del género humano, consistía en idear y realizar un mundo social a escala del hombre. Pero esa no ha sido la dirección del progreso en los pueblos forjados por la civilización greco-romana, donde los valores de la cantidad y la acumulación han preterido los de la calidad y el disfrute. Una noción utilitaria de la relación del hombre con la naturaleza, y una tradición de temor a la autoridad, han apartado a las poblaciones de las grandes ciudades del apego a la naturalidad en su relación con el mundo.
En la historia de las ideas y de los acontecimientos políticos, hay que retroceder más allá de los siglos de la ilustración y las luces, es decir, más allá de las revoluciones de la libertad y la igualdad, para poder encontrar auténticos hontanares de humanidad en las relaciones, reales o imaginarias, de los hombres entre sí y con las ciudades-estados que permitían el desarrollo de una socialidad natural.
Es inútil buscar esos momentos singulares de la historia en las épocas de esplendor de las Ciudades-Imperio o de expansión de los Estados renacentistas que ocuparon la tierra conocida y colonizaron la ignota. Los valores humanistas se descartan por sí solos de las grandes empresas de conquista territorial y dominación de otros pueblos. Refugiados en la dignidad de personas singulares, esos valores íntimos de humanidad no osan hacerse públicos en las crisis abisales de autoridad, o en los tiempos de desesperanza histórica, pero sí lo hacen cuando una nueva luz despunta en el horizonte lejano para ver las mismas cosas de manera más cercana. Ese cambio de perspectiva inmediata constituyó la esencia del humanismo.
Con mucha más pertinencia que al Renacimiento, las ideas del humanismo político pertenecen a las pequeñas ciudades del norte de Italia que lo anunciaron y prepararon en los últimos años de la Edad Media. Los glosadores Bartolo y Baldo descubrieron que el derecho romano de la monarquía podía ser utilizado para propósitos republicanos, si la ciudad era concebida como “sibi pinceps” y la materia política como “res publica”.
El fracaso de la Constitución europea y la inexistencia política de Europa provienen de dos hechos fáciles de constatar: ningún Estado la concibe como princesa de ella misma, ni trata la materia europea como asunto público o del público, sino como una cosa del poder, de los Estados o de los Gobiernos. En las monarquías, la clase gobernante tiene un concepto privado de la política. Europa no es república ni monarquía, porque ni es soberana de sí misma ni tiene una noción unitaria de lo común.
En España, la crisis política de lo común, producida por la dinámica artificial de las Autonomías y por los sentimientos parcelarios de los nacionalismos periféricos, está acentuando la inhumanidad de la política, incluso en los pequeños municipios divididos por la repartición partidista de los poderes locales. Cuando es precisamente en ese ámbito de lo vecinal y natural donde mejor puede germinar la semilla de un nuevo humanismo republicano, si comienza a manifestarse con un acto de autonomía de la voluntad colectiva, que se niegue seguir viviendo la falsedad de la representación, absteniéndose de participar en la farsa electoral y de educar a sus hijos en la mentira de lo público.
La abstención electoral, ese acto vecinal de aparente negatividad y efectiva unidad moral, convertiría a los Municipios en Príncipes de sí mismos, y a los asuntos municipales en materia propia de la República Constitucional.
Contra el escepticismo general, y la apatía de los sentimientos desinteresados, los modernos republicanos, los que se están agrupando en el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional, muestran con sorprendentes frutos de primavera, como la semilla del humanismo político, abonada con la teoría pura de la República y con valores de lealtad, germina con mayor facilidad en las dimensiones humanas de la existencia, es decir, en las mónadas existenciales más imbuidas de naturaleza, familia y vecindad.
Las bellísimas flores de la República humanista las veremos surgir contra lo esperado, antes que de cuidadas macetas o jardines epicúreos, de los muros viejos y agrietados de las escuelas, institutos y universidades de las pequeñas ciudades.