Los antiguos partidos de la sociedad política fueron eliminados por el Partido único del Estado total y lo que sucedió al final de la guerra mundial no fue una restauración de los antiguos partidos, sino una instauración directa en el Estado de las siglas partidistas que salían de la clandestinidad. Sin legitimarse en la sociedad política, los viejos partidos se hicieron nuevos órganos del Estado, mudaron de naturaleza, perdieron sus características sociales, se repartieron los cargos estatales y ganaron los atributos de la función pública.
Los partidos actuales dejaron de ser instituciones políticas, para convertirse en instituciones de derecho público. Y al desempeñar las funciones del Estado, de modo permanente y orientación parcial, los partidos renunciaron a su condición de parte de la Sociedad política y se hicieron facciones del poder estatal. Los partidos del Estado de Partidos no son, pues, verdaderos partidos ni tienen naturaleza política.
Distinguir entre partido y facción no es fácil. La desintegración del Estado de Partidos, como sucede en esta Monarquía de Partidos, revela que los partidos estatales no actúan como partes de un todo, en virtud de principios y objetivos políticos inspirados en la unidad, sino como facciones de funcionarios que subordinan la función indiscriminada del Estado al interés faccionista, faccioso o fraccionario de su asociación de poder.
Aunque es difícil que una facción social alcance la categoría de partido, es muy fácil que un partido estatal degenere en facción. Felipe González lo logró. El caso del PSOE es paradigmático. Zapatero se alía con partidos independentistas de la periferia, es decir, pone en peligro la unidad nacional del Estado, para conservar el poder gubernamental en el centro. Hay facción cuando priman los intereses egoístas de partido sobre la perspectiva del interés público nacional. Aznar hizo faccioso a su partido en las Azores. Hay facción cuando el patriotismo de partido (la expresión es de Gramsci) se antepone al sentimiento natural de la patria secular.
Uno de los grandes tratadistas de los partidos en la segunda mitad del XIX, el que sostuvo la tesis optimista de que el partido políticamente puro iría desplazando poco a poco al partido-facción, dice: “Tan pronto como el egoísmo, incluso la terquedad, triunfa sobre el amor a la patria, y de manera consciente e intencionada no hace lo que conviene al Estado y a la Sociedad en general, sino lo que satisface sus afecciones, entonces marcha sobre el camino de la facción” (Johann Gaspar Bluntschli, “Carácter y espíritu de los partidos políticos”, Nördlingen 1869).
La ausencia de toda preocupación de procurar el hallazgo de la verdad, en la ciencia política europea, ha permitido que la falsedad constitucional de llamar partidos políticos a meras asociaciones voluntarias de poder estatal, se divulgue, sin una sola contestación, en los medios de comunicación, y se enseñe como verdad revelada no solo en las universidades y centros de investigación sociológica, sino en las escuelas de párvulos. Los intelectuales de los partidos estatales ni siquiera saben distinguir entre sociedad civil, sociedad política y Estado. ¿Cómo van a saber que en el Estado no puede haber partidos?
Para comprender la brutalidad cultural que supone llamar partidos políticos a puras facciones del Estado basta recordar: a) que la pluralidad de partidos es consecuencia de la diversidad social que los legitima en el seno de una sociedad plural; b) que el Estado, en tanto que monopolio legal de la fuerza, no puede ser plural ni partido, sino único; y c) que si la política es la conquista y conservación del poder estatal, para gobernar toda la sociedad por una parte o partido de la misma, sería puro contrasentido que también fuera política la función del Estado y los órganos o elementos permanentes de su estructura jerárquica. La meta no participa de la naturaleza del camino.