El problema de la libertad política, el de su realización práctica, ya no está planteado en el escenario histórico de la sociedad civil, donde lo colocó el acontecimiento revolucionario. En ese antiguo terreno social apenas se distinguen los vestigios de una época, mitad romántica y mitad positiva, donde la relación de fuerzas entre los factores de producción, entre la clase burguesa y la clase obrera, determinaba no solo la situación política en las naciones europeas, sino la comprensión intelectual del fenómeno del poder estatal y las diferentes estrategias para conquistarlo y conservarlo.
Bajo aquella perspectiva, la visión marxista del mundo no tuvo rival. La realidad social confirmaba la teoría derivada de la izquierda hegeliana. Los partidos burgueses, situados a la defensiva, retrasaban la llegada del sufragio universal y del voto feminista, porque carecían de una tesis básica sobre la libertad política, capaz de enfrentarse y superar la antítesis de la dialéctica socialista. Que, dicho sea de paso, no comprendió que sin libertades formales no habría realidad ni garantía de libertades reales.
Esa distinción entre libertades formales y libertades reales fue el golpe de gracia para la ideología liberal y el cornetín de enganche para los partidos obreros. Los radicales intentaron asomarse al mundo de la igualdad obrera desde el balcón pequeño burgués, y allí perecieron de estrechez y miedo. El partido radical socialista interpretó en Francia, como ningún otro intelectual colectivo europeo, el canto de cisne del liberalismo político, mientras que en Italia y Alemania esa misma pequeña burguesía sublimó su impotencia recurriendo a la fuerza reaccionaria del nacional-socialismo.
El resultado de la guerra mundial cambió el escenario de la lucha por la libertad política. Lo que no consiguió un siglo de enfrentamientos sociales en el seno de la sociedad civil, esto es, que la derecha y la izquierda se abrazaran en una sola ideología estatal, el vencedor estadounidense lo impuso a los vencidos partidos europeos. Y todos se hicieron estatales.
Si la prolongación del estalinismo, con la guerra fría, dio esperanzas estatales a los comunistas europeos, la aniquilación física de los Estados de Partido Único originó el vacío de poder que se rellenó, improvisadamente, con la estatalización de los partidos vergonzosamente eliminados por el fascio-nazismo. Los antiguos partidos liberales y socialistas se hicieron estatales no en función de sus ideologías políticas, sino para vivir como órganos del Estado, financiados por el Estado y con facultades de privilegio que no tienen los particulares. El Estado de Partidos se construyó con los materiales de derribo de los Estados Totalitarios.
La consecuencia fatal de aquella catastrófica improvisación, que trasladó el escenario de la lucha por la libertad política, y la competencia por el poder, desde el seno la sociedad civil al ámbito público del Estado, no ha sido la previsible y prevista corrupción de todos los partidos estatales, con el consiguiente aumento del gasto público improductivo y la depredación de los recursos naturales. Lo peor, lo imperdonable, es que se haya ocultado el tema de la libertad política tras la eficacia bambalinesca del Estado -como en las Dictaduras y Estados absolutos-, con la complicidad de unos medios de comunicación, fabricantes de opinión pública, que hacen creer en la servil ideología de que la única libertad política posible es la de los únicos agentes o actores del poder, es decir, la libertad de los partidos estatales.
La falta de libertad política, que se nota y se padece en la sociedad civil, fundamenta la estabilidad de la oligarquía de partidos estatales. El cambio de escenario, el retorno de los partidos al Estado, ha cambiado no tanto los factores que impulsan o determinan las transformaciones sociales, como los conceptos de estrategia y táctica en el combate por la libertad. Pues el enemigo directo de lo político y de la política ya no es el gran capital, ni los grandes medios de comunicación estatal. El enemigo primordial de la libertad política siempre será el partido estatal que esté instalado en el sector gubernamental del Estado.
Ha llegado el momento de conocer la naturaleza de nuestros principales adversarios, de abordar en la teoría de la forma de Estado, en la teoría de la República Constitucional, el análisis de los partidos estatales. Pues, salvo en algunas excepciones alemanas, los únicos agentes y actores actuales del poder político, los partidos estatales, siguen siendo tratados como si fueran los mismos partidos societarios de antaño. Los partidos del Estado de Partidos son unos perfectos desconocidos para la ciencia política.