A diferencia de lo que sucedía en los antiguos regímenes parlamentarios, donde los partidos políticos tenían que emprender verdaderas y dificultosas campañas electorales, trasladándose los candidatos en coches de caballo por todo el distrito, para que sus programas concretos o sus propagandas ideológicas llegaran al mayor número posible de electores, en el actual Estado de Partidos no hay, en realidad, separación temporal ni distinción funcional entre los periodos normales y los de compaña electoral.

Tal vez sea este el único aspecto de la vida pública donde la evolución de las costumbres políticas, al socaire de la evolución de la tecnología de comunicación a distancia, ha devuelto a las palabras malgastadas por su uso demagógico, el sentido original y preciso con el que se incorporaron a nuestro idioma. Pues la voz latina campaña, que significa llanura, se incorporó al español para componer la frase “estar en campaña”, con el preciso significado de estar guerreando.

Se llamó Campeador al Cid. Después se acuño la expresión campaña agrícola a la cosecha periódica de productos naturales. Hasta que las campañas publicitarias de productos artificiales de la industria, rompiendo el adagio comercial de que el buen paño en el arca se vende, abrieron el horizonte a las campañas electorales del hombre artificial que es, por excelencia, no el Leviatán de Hobbes, sino el hombre de partido estatal.

Hoy no tiene sentido alguno hablar de inicio y final de una campaña electoral, salvo para saber cuando y por cuanto tiempo está permitido afear las calles y fachadas con retratos, tan edulcorados como poco atractivos, de candidatos de lista de partido. Pues durante toda la legislatura no solo son electoralistas los comunicados de partido y los términos demagógicos del discurso político, no solo nos agobian a diario todos los medios de comunicación con noticias e imágenes que, penetrando sin barreras criticas en nuestras mentes, conforman la idea del mundo partidista, sino que incluso la propia actividad legislativa, las mismas leyes son concebidas y promulgadas en función de sus efectos sobre el electorado.

Las costosas campañas electorales no tienen hoy otra justificación que la de servir de pretexto a la corrupción de partidos. En los mítines, como en el Parlamento, no hay oradores, ni personas con hablen con decoro, sino portavoces de frases fabricadas por publicitarios. No hay análisis de la situación, sino empujones a la coyuntura. No hay sinceridad en los sentimientos, sino temblores de arrebatacapas en el medro. Destruida la verdad, las campañas electorales destruyen la estética de lo público.

En la democracia política de una República Constitucional, no habría cuestiones más fáciles de resolver que las campañas electorales y la financiación de los partidos. Como son asociaciones voluntarias nacidas en el seno de la sociedad civil, no pueden ser subvencionadas ni financiadas por el Estado. Como han de respetar la igualdad de oportunidades con otras asociaciones semejantes, no pueden recibir donaciones ni otras ayudas encubiertas. Y como han de concurrir en las urnas bajo las mismas condiciones, todas las campañas electorales en los medios de comunicación y en las salas de mítines han de ser gratuitas.

Es de estricta justicia que no sean los contribuyentes -porque es una inmoralidad subvencionar a quien se odia, se teme o se desprecia-, sino los medios de comunicación, quienes soporten los costos de las campañas electorales. Si ellos han vivido toda la legislatura comercializando las noticias y discursos que les brindan gratuitamente y a diario los partidos, no se resentirán sus economías si, durante una semana de recuerdos y olvidos carnavalescos, ofrecen equitativamente sus espacios a los partidos en campañas de distrito.

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