No hay ni habrá ciencia política sin determinar correctamente, con métodos incontestables, el objeto y sujeto de la misma. Cuando acabó la historia hecha por los Reyes, el romanticismo puso en su lugar a los héroes; el liberalismo, a los individuos nacionales; el socialismo, a la lucha de clases sociales; el fascismo, a las naciones; y la guerra fría, a los partidos estatales. Estos últimos son hoy los únicos actores de la política. Los gobernados que los votan son sus siervos voluntarios porque, sin propia capacidad de obrar política, apoyan o siguen sus nefastas acciones contra la inteligencia, la moralidad, el sentido común y la estética de los modales en la cosa pública.
El objeto de la política se limitó en la época moderna a la conquista y conservación del poder estatal por ciertos grupos o categorías sociales. El objeto de la historia se extiende a toda la acción humana, y adquiere relieve definitorio con la conquista y conservación de la libertad. No podemos seguir cometiendo el error de confundir la política con la agencia de la historia, ni la conquista del poder por los partidos estatales con la libertad.
La política no ha sido ni es principal agente de la historia. La tecnología, la economía y la cultura no solo son por sí mismos factores más decisivos, sino que condicionan la acción política. El sujeto de esta acción particular no puede coincidir con el sujeto, mucho más extenso y complejo, de la historia universal. Ahora tratamos de saber, con criterio científico, cual es el verdadero sujeto natural de la política nacional, que pueda sustituir, con relativa facilidad, al reinado artificial y corrupto de los Partidos estatales.
La única acción colectiva de los gobernados, votar, tiende a la suicida aberración de que sea el Estado, no ellos mismos, quien resuelva los dos problemas tradicionales del pensamiento político: la representación de la Sociedad civil, para legitimar la obediencia a las leyes; y la dirección político-administrativa del Estado, para legitimar la obediencia a la autoridad. Los partidos lo comprendieron y se hicieron estatales para resolver los dos problemas a costa de la libertad política.
Ahora tratamos de definir el sujeto de la representación política, es decir, de fijar el colectivo particular de personas que puede otorgarla. Luego veremos si la solución científica de la obligación política de obedecer las leyes, con la nueva representación de la sociedad civil por representantes de distritos electorales monádicos -revolución política que promueve este MCRC-, también puede resolver el problema de la legitimación del Estado, es decir, el de la obediencia a la autoridad, mediante la elección directa del Jefe del Estado por una sola mónada nacional.
Siempre procuro dar a las palabras cultas su sentido original. El significado corriente de mónada era lo solitario o lo único. Los pitagóricos hablaron de la primera mónada de la que se derivaban los números. Que no era unidad por ser lo uno, sino que era lo uno por ser unidad. Especialmente, unidad inteligible. Para evitar este tufo platónico, he preferido el significado de mónada en Nicolás de Cusa, quien atribuyó a Anaxágoras el principio de que “todo está en todo”, es decir, que la unidad del uni-verso está en la pluralidad de lo di-verso. Principio desarrollado en los libros herméticos con la teoría del reflejo del macrocosmos en cada microcosmos individual.
La mónada es la unidad irreductible donde se manifiesta la diversidad del pluralismo de fuerzas sociales y culturales que caracterizan a todo sistema de poder estatal. Según esta monadología, España se compone de 350 mónadas, de cien mil habitantes cada una (como Atenas). En tanto que unidad irreductible del universo político solo puede tener un representante en la Cámara legislativa, o sea, cada mónada constituye un distrito electoral independiente. Son mónadas republicanas porque cada una reproduce la totalidad de la cosa pública que es materia de la República.
Así quedan eliminadas, como demostraré, las dos ficciones que Sieyès y Burke introdujeron en la representación política, para impedir el mandato imperativo y prohibir al diputado la defensa de los intereses locales del distrito que lo ha elegido. La mónada, no los individuos ni los partidos, es el sujeto real de la acción política, a través de su representante monádico.