La estructura del Estado de Partidos y de Autonomías, el Régimen de esta Monarquía no tiene correspondencia con la estructura de la Sociedad civil a la que esa camisa de fuerza reglamenta. La estructura del Estado es única, uniformada, cerrada, autoritaria y visible en el orden público. La estructura de la Sociedad civil es plural, pluriforme, abierta, permisiva y visible en el orden privado. La falta de correspondencia entre ambas estructuras causa manifiestas ilegitimidades en los tres poderes legales del Estado.
Seria milagroso que existiera armonía entre el reino de los dioses estatales, olimpo de partidos y autonomías, y el mundo de los mortales que padecen la gloria olímpica. La reforma que el inocente Giordano Bruno propuso a los ideales dioses griegos y a los carnales reyes latinos, en busca de la armonía del Universo, era menos acuciante en el Renacimiento del absolutismo monárquico, que en el nacimiento del Estado de Partidos del muslo marciano de dictadores derrotados o fenecidos.
Para transformar un Régimen monárquico en un sistema político de orden republicano, que es el fin trascendente de la democracia política, no se debe organizar la unidad de los poderes estatales calcando la plantilla de unicidad de las hénadas celestiales, ni con el modelo de pluralidad de las mónadas humanas. Pues la unidad es tan consustancial a la naturaleza real del Estado, como la pluralidad a la realidad de la Sociedad civil.
Las palabras griegas hénada y mónada eran sinónimas. Expresaban en su origen la unidad de lo que es uno, es decir, la unicidad. Pero el filósofo Proclo les dio distinto significado al identificar las hénadas con los dioses del olimpo, para dar sentido unitario a la teología del politeísmo. Hay pluralidad de dioses, como de partidos y autonomías, pero cada dios, cada partido, cada autonomía es una hénada completa por sí misma.
Los Partidos-hénadas y las Autonomías-hénadas se hallan, como pensaba Proclo de los dioses-hénadas, más allá del Bien y de la Inteligencia. Y esa es la característica esencial de las hénadas monárquicas, posicionadas a distinto nivel de poder en el Estado español. Ser ellas indiferentes o propensas a la maldad, ignorantes o incompetentes, no tiene significado moral en la conciencia henádica de cada unidad de poder estatal. La corrupción en los ámbitos de poder político no es asunto de degeneración o caída de los instintos de bondad, sino algo connatural a la naturaleza divina de la hénadas malhechoras, tal como son sentidas en el politeísmo homérico. Las hénadas monárquicas tienen la inteligencia de la maldad.
Esto no quiere decir que todos los partidos-hénadas y todas las autonomías-hénadas tengan el mismo nivel ontológico de poder malhechor, pues son más o menos universales, y más o menos perversas, según la posición de cercanía o de alejamiento que ocupen respecto del Estado o, mejor dicho, de las fuentes artificiales de poder gubernamental o autonomista. Y son fuentes artificiales todas las que, no pudiendo manar de la sociedad política, inexistente en el Estado de Partidos, salen de la matriz original de de la Monarquía-hénada, es decir, del fraude electoral objetivo y subjetivo que, necesariamente, implica el sistema proporcional de listas de partido.
Toda la investigación que he llevado a cabo desde hace treinta años sobre la naturaleza del Estado de Partidos, su falta de representatividad política, su fragmentación en poderes autonómicos, su falta de inteligencia institucional y su propensión objetiva a la fechoría, conduce a una sola conclusión: el sistema proporcional de listas de partido produce, por su propia naturaleza, hénadas monárquicas de poder estatal incontrolable que, por instinto de conservación, se desarrollan y perduran mediante consensos de corrupción de los dioses del poder
Frente a este mal absoluto solo existe un remedio absoluto: la sustitución del artificial régimen proporcional de listas de partido, que produce hénadas monárquicas, por el sistema electoral de un solo diputado por distrito, que produce mónadas republicanas. Como se verá en el ensayo siguiente, los misterios tradicionales de la representación henádica (mandato ¡no imperativo ni revocable!) desaparecen en la moderna y diáfana representación monádica.