Dentro de las doctrinas pluralistas, la única que tuvo cierta importancia política fue la personalista. La reacción contra el individualismo liberal y el colectivismo socialista produjo en Francia, a fines del siglo XIX, un brote de ideología pluralista que trató de superar la división entre dualistas y monistas, centrando el problema metafísico no tanto en el número de realidades existentes, como en los tipos de realidad.
El filósofo del republicanismo anticlerical, Renouvier (famoso por su Ucronía de un mundo sin cristianismo), creó el término “personalismo” (1901) para designar las doctrinas que ponían a la persona en el centro del universo, por encima de los individuos, las cosas y la naturaleza. Su noción de personalismo relacionista y concreto -opuesta al impersonalismo de la materia mecánica y de las ideas abstractas- fue absolutizada por el personalismo trascendente (Jacques Maritain y Emmanuel Mounier), que quiso ser la culminación política de la idea democristiana de Marc Segnier.
La diferencia entre individuo y persona, entre un ente natural determinado en su ser y un ente moral que se determina a sí mismo, puede comprenderse en el campo de la ética o la metafísica, pero carece de justificación en la perspectiva política. Primero, el código genético no distingue entre individuo y persona. Segundo, individuos y personas son gobernados de la misma manera. Tercero, las personas se someten igual que los individuos a la servidumbre voluntaria. Cuarto, la libertad personal, de orden individual y civil, no es la libertad constituyente del orden colectivo y político.
Distinguir entre individuo y persona sería una arbitrariedad política. Ni la República Constitucional ni la democracia representativa pueden admitir esta discriminación elitista, presente en la conciencia religiosa y en la filosofía existencial. Pero resulta esperanzadora la idea de Renouvier de que la personalidad puede alcanzar la moralidad política en tanto que “libertad a través de la historia”, es decir, a través de minorías conscientes de su destino que la buscan y procuran en sucesivas generaciones. Ningún esfuerzo por la libertad está perdido, aunque las penalidades no lleguen a ver el cálido esplendor de una libertad coronada.
Pero la importancia de Renouvier, para nuestra teoría de la República Constitucional, no está en el personalismo liberal, sino en su explicación de la posibilidad de un pluralismo de fuerzas, como en la Naturaleza, con una monadología de la actividad, la finitud y la concreción que elimine la incomunicación, la infinitud y la abstracción metafísica de las mónadas leibnizianas. La pluralidad de fuerzas está en la Sociedad y no en el Estado.
En las próximas reflexiones trataré de dotar al MCRC de una teoría monadológíca que inspire la organización de la acción política -de modo simultáneo en toda España- de la manera más adecuada al mínimo esfuerzo personal y a la máxima coherencia entre fines y medios, para la conquista pacífica de la libertad constituyente de la democracia.
La organización de la acción republicana en un movimiento no ideológico, que se disolverá cuando esté garantizada la libertad, requiere la coordinación de una pluralidad de fuerzas sociales y culturales, constituidas en mónadas civiles, con ventanas abiertas de par en par al exterior y comunicables entre sí. Las nociones de pueblo o cuerpo electoral, por ser abstractas, son insustanciales. Mientras que todo elector de un solo diputado por distrito adquiere la trascendencia constitutiva del fenómeno representativo por excelencia. Una monadología política ha de centrarse en este hecho incontestable. Y la cualidad común a todas las mónadas políticas no puede ser otra que la de sentirse a sí mismas como únicos sujetos activos y representativos de la libertad colectiva.