Pseudo-Sofisma: “Hay libertades políticas, individuales y colectivas, privadas y públicas, porque el pueblo elige y depone libremente a sus gobernantes en elecciones legislativas y los jueces son independientes”. El pueblo elige al poder legislativo, éste elige al poder ejecutivo, luego el pueblo elige a su gobierno.
A pesar de que millones de personas inteligentes creen en la veracidad de este razonamiento, como antes creyeron que el sol giraba alrededor de la tierra, este modo de pensar no está basado en un silogismo válido, ni en realidad constituye un verdadero sofisma, porque entre sus premisas -de naturaleza no conjuntiva- y la conclusión ni siquiera hay una relación que guarde mínimas apariencias de verdad. Los sofismas deben tener alguna base de verosimilitud. Y este pseudo-sofisma solo es una trama lingüística de hechos falsos y argumentos falaces.
En la primitiva teoría parlamentaria, el pueblo elegía a sus diputados en la Asamblea legislativa y ésta elegía entre su seno al Gobierno. No había separación de poderes, pero sí de funciones. El legislativo representaba a la Sociedad y el ejecutivo, al Estado. Pero en el Estado de Partidos que sucedió al Estado totalitario ya no hay poder legislativo ni representación de la Sociedad, aunque el Estado sea representativo de ella. No hay separación de poderes ni de funciones. El monopolio de poder transitorio de un Partido ha sustituido a la dictadura permanente del Partido único.
En la práctica de esta Monarquía, el jefe del partido ganador en unas elecciones entre listas de partidos, reúne en sus manos y dispone de los tres poderes teóricos del Estado. Digo teóricos porque, de hecho, en la llamada democracia de partidos ya no hay poder legislativo ni judicial que funcionen con independencia de las consignas o criterios del partido gobernante. Ambos poderes son meros atributos del poder ejecutivo del Estado. Y este único poder no solo retiene la iniciativa legislativa y el gobierno de los jueces, sino que mantiene el orden social transformando en leyes y sentencias, es decir, convirtiendo en mundo jurídico, el equilibrio oligárquico de los poderes económicos y sindicales en el mundo social.
Como si fueran elecciones primarias, los votantes solamente eligen listas de compromisarios, confeccionadas por los aparatos dirigentes de cada partido, férreamente controlados por el jefe. Y los compromisarios de la lista que resulte ser mayoritaria o la más votada, obedeciendo el mandato imperativo recibido, cumplirán el trámite legal protocolario y designarán Presidente del Gobierno al jefe del partido que los puso en la lista. La escena teatral finge que lo eligen en ese momento.
Es pues el Presidente del Gobierno quien ha escogido previamente a los diputados de lista que luego fingirán elegirlo en un acto parlamentario, cuando en realidad éstos se limitan a cumplir su deber de obediencia y a darle posesión del cargo que le ha atribuido directamente la votación popular, como si hubieran sido unas elecciones presidenciales. Las elecciones legislativas no existen como tales. Ningún votante cree que está eligiendo legisladores o a su representante en el Parlamento. Partidos, medios de comunicación, campañas de propaganda y votantes saben a la perfección que se esta eligiendo al Presidente del Gobierno.
En el fondo, lo moralmente dramático no es el espectáculo bochornoso de esta burda comedia, ni que la mayor parte de los actores y críticos no sepan que sus roles son cómicos, sino que la corrupción de partido, que arrastra la de toda la clase dirigente, está inscrita con letras de bronce en el libreto constituyente de la comedia política representada por esta Monarquía.