El poder militar estadounidense acordó, con los sobrevivientes de los partidos eliminados por el totalitarismo, la improvisación de un poder estatal con quien planificar la reconstrucción europea. Al mismo tiempo, el poder cultural (Unesco) organizó encuentros internacionales (Ginebra 1947) entre los intelectuales de la cultura vencida, para definir el porvenir espiritual de Europa. Como las ideas no producen ideas, aquellos famosos filósofos no tenían nada que proponer, salvo un retorno al mundo de entreguerras que tan fácilmente había sucumbido a la barbarie del Estado.
El pragmatismo americano se tranquilizó con la garantía del Estado de Partidos -en sustitución del parlamentarismo representativo-, que eliminaba las incertidumbres de la libertad política y daba consistencia a un frente estatal de guerra fría. De modo convergente, grandes nombres de la cultura europea elaboraron ideas metafísicas sobre la libertad, difundidas por la moda existencialista, que implicaban la imposibilidad de libertad política. La más famosa de esas elucubraciones se llamó libertad existencial.
Pero no hay libertad existencial, puramente interna y profunda, como creyeron mentes tan reflexivas como cobardes, si no hay libertad externa y universal. Si en alguna parte de la humanidad existe libertad, no será desde luego porque se haya originado en mi deseo de que exista, ni porque sea yo quien la haya elegido. Y este absurdo constituye la tesis de Jaspers sobre la diferencia entre la libertad existencial y las demás formas de libertad.
Se pensó que la libertad formal consistía en saber útil más libre albedrío. Pero no hay libre elección si el saber no ha participado en la creación de lo elegible. Se imaginó que la libertad trascendental era la autocertidumbre en la obediencia a las leyes del imperativo categórico. Pero las leyes civiles resuelven o crean conflictos de intereses ajenos al reino de la moralidad. Se creyó que la libertad existencial era la autocertidumbre de un origen histórico de la decisión, como si el yo fuera el sujeto de la historia. Por eso Jaspers concluye con este anacoluto: “Solo en la libertad existencial, que es sencillamente inaprensible, es decir, para la cual no existe ningún concepto, se realiza la conciencia de la libertad“.
Menos mal que Paul Sartre salvó el honor de la libertad existencialista. “La libertad precede a la esencia del hombre y la hace posible“. La libertad humana está ya en la especie. Lo que llamamos libertad no puede distinguirse del ser de la realidad humana. Sin libertad no hay realidad humana. Los sujetos del Estado de Partidos son frustraciones humanas, pues no hay diferencia entre el ser del hombre y su ser libre.
Lo que ya no es genuino en la filosofía de la libertad de Sartre, es su creencia (de origen religioso) de que la realidad humana oculta a sí misma su propia libertad, y por tanto su responsabilidad, porque tiene angustia ante ella. Las frases: “el hombre está condenado a ser libre“ o “el hombre esta obligado a ser libre (Ortega)“, son perversidades literarias de quienes no creen en la posibilidad de libertad, pues está por ver el hombre que asuma, sin una acción colectiva liberadora, su obligación de ser libre.
No hay obligación de ser libre porque si no lo eres, es la propia realidad humana la que deja de hacerse a sí misma. Para elegir ser libre no hay razones. Eso no quiere decir que el factor pasional de libertad ha de ser inconsciente. Pues si ese factor no estuviera en la capa consciente o semiconsciente, sino refugiado o reprimido en el inconsciente del sujeto, no sería libertad moral. La pasión de libertad no está ni más alla ni más acá de la conciencia. De la actualidad de nuestra conciencia.
Y si Jaspers se preguntaba por la autocertidumbre del origen histórico de la decisión de ser libre, en lugar de bucear en la psicología, debería de haber estudiado la verdadera historia de la Revolución Francesa. En el Terror habría encontrado como la libertad política fue suplantada por los derechos sociales. Y en el Directorio hallaría el secuestro de la libertad por la clase política o diputada, llamada de los perpetuos, que aun perdura.