Los dueños de la libertad –dije- son los nuevos partidos estatales y este señorío de los partidos sobre los gobernados entierra la libertad interior de pensar, con libertades exteriores de obrar sin actuar. La distinción entre el obrar y el actuar adquiere una importancia decisiva en la teoría pura de la República Constitucional, pues no es legítimo que la actuación política esté reservada a los partidos estatales.
La capacidad de obrar es un rasgo distintivo de la sociedad civil. En su ámbito se realizan los procesos de transformación de la materia, mediante operaciones de sustanciación de objetos con valor añadido. La disputa por el reparto de ese valor entre los dueños de los medios y los operarios de la transformación, originó el conflicto social y las nuevas funciones asistenciales del Estado. La capacidad de actuar, en cambio, es un rasgo definitorio de la sociedad política, que se diferencia, o debe diferenciarse, de la capacidad ejecutiva del Estado.
La sociedad civil tiene en lo esencial libertad de obrar, desde que se liberó, con la Revolución Francesa, de la estructura corporativa y estamental que la unía al Estado. La moderna economía de producción se basa en la potencia que la tecnología ha dado a la libertad de obrar. En cambio, la libertad de actuar ha ido disminuyendo en la misma medida en que iban creciendo la economía de consumo y la asistencia social del Estado. Con el consenso, los partidos estatales no solo actúan. Ejecutan.
Importa saber las causas de la anulación en la sociedad de su capacidad para actuar en política, y de que esa actividad haya pasado a ser competencia exclusiva de los partidos estatales. Pues llama la atención que en España tenga lugar este fenómeno cuando menor era la probabilidad de que la libertad de acción política entrañara riesgos de fascismo o comunismo. Que fue el pretexto fundador de los Estados de Partidos al finalizar la guerra mundial. Y llama aún más la atención que el repentino miedo de los partidos a la libertad política surgiera cuando era la sociedad, no el Estado, la que los legitimaba, sacándolos de la clandestinidad con la Junta Democrática.
La idea de eliminar la posibilidad de que la sociedad tuviera representación política, el consenso entre hombres del Estado y aspirantes a serlo –sin un solo hombre de Estado-, se fraguó con un cálculo de seguridad de sus ambiciones personales y una ignorancia de los fundamentos que sostenían el modelo europeo al que se querían homologar. A la sinarquía de ambiciones e ignorancias, cada parte de la transacción aportó lo que tenía.
El gobierno Suárez aportó la actualidad estatal del Régimen franquista, es decir la filosofía fascista de la Monarquía italiana. Para el hegeliano Gentile, ministro de Mussolini, solo era real lo actual. Lo posible no solo carecía de realidad sino de potencialidad para hacerse real. Pues la realidad para los hombres de la transacción, dicho con palabras de Gentile, no la hacían los hechos, sino que la “ponía“ el acto de actualidad, sin posibilidad de otras actualizaciones ni otras actuaciones. Suárez aportó al banquete fraternal, en memoria del padre autoritario, la actualidad de su Monarquía y el actual café para todos, procedente de la cosecha centralista culpable.
¿Y qué aportaron los partidos ilegales al rutilante banquete de la actualidad que no simplemente los legalizaba, sino que los realizaba en el Estado? Para que pudiera ser apreciado por la otra parte, tenía que ser algo homogéneo que completase el acto creador de la actualidad de la Monarquía. Y aquí se produjo la mayor negación de sí mismo que ha conocido la historia. Los partidos republicanos en la clandestinidad se hicieron monárquicos en el banquete de la actualidad. Al inesperado festín aportaron lo único que tenían y les había permitido ser invitados. Esto es: la conciencia de su inutilidad para la República; la conciencia de su inactualidad para la sociedad; la conciencia de su actualidad en una Monarquía de Partidos.
Pero, ¿cómo traducir en actos irrevocables la renegación de la conciencia de partido? Sencillo. Mediante una actualidad suprema de renuncia a la posibilidad republicana, de disolución de los hábitos de agitación social y de fulminante liquidación del activismo partidista. Y como garantía de cumplimiento, la inmediata desmovilización de las bases militantes y simpatizantes, con un pacto de silencio sobre el pasado. Es decir, mediante la aceptación sin reservas del orden público de la Dictadura.
Para la sociedad gobernada, el mensaje era tan claro como el de Thiers a los franceses de la monarquía orleanista. El ministro Solchaga lo expresó. ¡Enriqueceos! Máxima libertad de obrar para capitales especulativos, con mínima libertad de actuar políticamente en la sociedad. Resultado: sociedad civil sin conciencia de sí misma, corrupción sistemática, disolución de la confianza española y orgullo español de ver a empresas privatizadas entre las más grandes del mundo.