En la expresión República Constitucional, lo sustantivo es la república; la materia inherida por la forma constitucional; lo político determinado por la política; la parte de potencia dominada por poderes. Desde que los sofistas hicieron del hombre la medida de todo, la materia paso a ser objeto de las ciencias naturales, reduciéndose la filosofía al conocimiento no científico de los asuntos humanos y sociales. La reflexión política no percibió que algo sensitivo, susceptible de conocimiento científico, debe de existir en la materia social si arraigan en ella formas espirituales que le dan equilibrio.
Sin conocimiento de ese algo material, las monarquías se justificaron con creencias religiosas. Las repúblicas las suplantaron poniendo su fe en la razón universal. La incapacidad de ambas fórmulas para entender la materia del conflicto social, motivó las ideologías nacionalista y socialista que pretendieron resolverlo suprimiendo la libertad. La tragedia mundial de esas pretensiones totalitarias, y los Estados de Partidos surgido de sus rescoldos ideológicos, con simulacros de nacionalismos de ocasión y socialismos de corrupción, hacen inaplazable la conversión en ciencia de una reflexión política abocada a la esterilidad teórica, y a la contemplación de las catástrofes ocasionadas por simples voluntades de poder partidista.
La pretensión científica del socialismo se basó en un determinismo de la materia social, que haría innecesario el Estado en una sociedad sin clases o de una sola clase. Aunque esa certeza la dedujo Marx del sino de la industrialización, el presupuesto antropológico de la igualdad de los átomos sociales era el supuesto deseo de la materia humana de retornar al paraíso comunista, perdido con la privatización de los medios de producción. El marxismo se equivocó en el método de análisis de los cambios sociales (el marxismo vulgar dice lo contrario), pero no en su intuición de que la base de partida de la ciencia social no estaba en las formas estatales de dominación histórica, sino en la naturaleza material de las sociedades humanas.
En la historia de la filosofía vemos cuando y por qué, abandonando la consideración aristotélica de que la materia era sensitiva y receptiva a las determinaciones de las formas, el espíritu cristiano la trató como si fuera la causa del mal, el bosque de la maldad absoluta. La revolución naturalista del Renacimiento, retornando a Lucrecio y a la idea estoica de la resistencia de la materia (antitipia), abrió el camino de la ciencia a la reflexión política, con Maquiavelo, Spinoza y Montesquieu. Y ahora se trata de saber cual es la materia predispuesta a recibir, como substancia o sustrato de los cambios sociales, la impronta de la forma republicana del Estado.
No repetiré aquí mi tesis sobre el tercio laocrático de la sociedad civil, expuesta en “Frente a la Gran Mentira“. Ahora la he verificado con el descubrimiento de que la lealtad no solo es el fundamento primigenio de las sociedades humanas, sino que también opera milagros de auto-organización molecular en la física, a partir de umbrales de no equilibrio. Umbrales que la acción republicana de una minoría inteligente alcanzará cuando sitúe la abstención electoral en el punto de no retorno.
La intuición espiritualista de Emerson (“todos los reinos y todos los suburbios de la naturaleza prestan su lealtad a la causa de donde está tiene su origen“) se confirma con la emergencia de lo nuevo en la materia inerte -que la física clásica había negado-, en virtud de principios de sensibilidad y coherencia de la materia, equivalentes a la lealtad humana. No es antropomórfica la afirmación de que todo elemento natural, desde el Everest al fotón, es leal a la Naturaleza. Los torbellinos de inestabilidad de Bénard lo confirman. ¡Seamos, pues, naturales y seremos leales!
Con toda precisión se puede identificar la materia republicana -sensible, receptiva y leal a su determinación por la libertad constituyente de la forma constitucional de la República- con la “res publica“ y común de la sociedad civil. A condición de no concebir ésta como una “asociación moral de ciudadanos obligados por la ley a someterse a la autoridad de la República“, que es la tesis espiritualista de Oakeshott. La sociedad civil no es una asociación voluntaria de ciudadanos coherentes, ni la ley puede obligarlos a ser leales a la República, como creen los ingenuos constitucionalistas. La lealtad, no la ley, es el imperativo categórico de la materia social, sujeta con servidumbre voluntaria a las potestades y dominaciones de la deslealtad instalada en el Estado de Partidos.
El dinamismo de la lealtad, encarnada en una agrupación de la inteligencia, la nobleza y la valentía, infunde el espíritu republicano en el tercio laocrático de la sociedad. Y en el punto de no equilibrio del régimen, el vacío ocasionado por la abstención, al modo de una huelga general que no acude al tajo de las urnas, será ocupado por ese tercio. La fuerza masiva del tercio conformista lo acompañará, con la naturalidad de que hizo gala el pueblo español al asumir como suya la deslealtad de los jerifaltes de la Transición, desde la dictadura de un partido a la de varios tunantes (no falta una r) de gobierno.