La fidelidad a la monarquía es un permanente amor sin correspondencia. Y se puede ser monárquico aunque los reyes no lo sean. Si Juan Carlos lo hubiera sido, no habría aceptado ser nombrado por un dictador, ni traicionado a su padre. Las monarquías rompieron el feudo medieval, que ligaba recíprocamente a señor y vasallo con un pacto de protección y sumisión, disolviendo el sentimiento de patriotismo feudal. La patria pasó a ser el territorio marcado por los límites del patrimonio de las Casas Reales. Hasta que las revoluciones, las de aquél y este lado del atlántico, despertaron el patriotismo nacional con sus respectivas Repúblicas.

En su extenso patrimonio Real, la Casa de Austria subordinó los intereses españoles a los imperiales, y la de Borbón, a los franceses. A ninguna de nuestras dos repúblicas las trajo ni animó un patriotismo nacional. La guerra civil aniquiló el sentimiento natural de la patria. Y la dictadura creó una patria nacionalista para los vencedores. La monarquía de Juan Carlos se descompone en nacionalismos feudales, en nacionalidades totalitarias de País y Comunidad, con aspiraciones de Estado, en feudos nacionalistas de corrupción de partidos y discriminación de habitantes, retornando al patriotismo feudal. La conciencia nacional, la libertad política, la verdad y la decencia pública no encuentran sitio ni ocasión para patriarse en España.

No se puede esperar de una Monarquía transaccional que sea patriótica, ni de ningún nacionalismo que sea democrático o, al menos, liberal. Con el paso del tiempo, las situaciones políticas cambian, como las personas, exagerando sus inclinaciones. En la ficción del como sí nada pasara, la sociedad real no puede frenar la tendencia desintegradora de la conciencia española, ni el desprecio a la verdad en la opinión. Lo español y lo verdadero se encuentran juntos en el destierro. Y en este oscuro ostracismo, una nueva idea de la República aparece en el horizonte de la esperanza, con banderas de lealtad, en busca del espíritu republicano que la fecunde de patriotismo natural, de modernidad inteligente y de dignidad pública. Hecho insólito. ¡España, verdad y democracia bajo un mismo estandarte!

En búsqueda del espíritu público que la realice, la idea republicana tropieza con la barrera que le opone el materialismo de la monarquía transaccional. Sin principios éticos, el consenso de monarca, partidos estatalizados, medios de comunicación, instituciones financieras, empresas privatizadas, autonomías faraónicas y municipios inmobiliarios, ha creado una cultura mercantilizada, donde el espíritu equivale a hipócrita vacuidad. Nada de orden espiritual puede ser operativo en un mundo de intereses económicos sostenido formalmente por un solo espíritu. El de partido estatal.

Obligada a rastrear las huellas del espíritu republicano en otros tiempos y lugares, la investigación histórica descubre que éste aparece, dando alegría y esperanza a la causa de la República en sus momentos fundadores, y desaparece, como espectro atormentado, tan pronto como se inventa para ahuyentarlo la macabra institución del orden público.

Este tipo de orden estatal no existía en las Monarquías de los tres órdenes, ni en la mentalidad terrorífica de aquella Salud Pública de la soberanía popular. Nació en las encuestas de la policía durante el Directorio, y Napoleón lo tomó como fundamento no solo de la tranquilidad en las calles, sino como principio ordenador del Derecho Público y Privado. Hasta la familia y la propiedad se hicieron cuestiones de orden público.

Los Estados totalitarios y las dictaduras no tuvieron más que sistematizar la represión política, creando tribunales de orden público napoleónico, entendido sin tapujos como orden estatal. Era de esperar que esta Monarquía de Partidos se sentara en el trono del orden público establecido por Franco, para ahuyentar al espíritu republicano que la asustaba. Y el consenso mediático ha creado la opinión general de que la República, ordenación de los asuntos comunes, es incompatible con el orden público.

Esta propaganda monárquica no sabe bien hasta que punto acierta. Es verdad. El espíritu republicano es antitético del que inspira el orden público. Pero no por los desórdenes civiles que imaginariamente se le endosan para asustar a la ignorancia, sino porque el espíritu de la República, nacido de la lealtad, conduce a la fundación de un orden civil en la Sociedad, que hace adjetiva -no sustantiva como en la Monarquía de nacionalidades, terror y discriminación- la necesidad de reprimir sus alteraciones con la medida excepcional del orden público.

El orden público solo puede ser la parcela patológica que el orden civil de la Sociedad deja a la prevención y cuidado de la terapia estatal. Ninguna acción concerniente a la sociedad política, o a las instituciones civiles, podrá caer en las garras del orden público. Y el espíritu cívico de la República Constitucional, que es el nuevo espíritu republicano, se bastará para discernir lo que es acción civilizada de libertad política y derechos civiles, de lo que es brutalidad, vandalismo, crimen y terror.

El orden público heredado por este Régimen monárquico, ha impedido toda posibilidad de espíritu republicano. Sin él, no puede haber unidad ni dirección convergente en las dispersas manifestaciones republicanas. Es cuestión de orden público. Por eso el MCRC, antes de pasar a la acción, está definiendo el espíritu cívico de la República Constitucional.

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