En el colegio, todos los niños distinguen entre un problema y un conflicto, entre resolver una ecuación y hacer las paces entre pandillas rivales, entre la satisfacción total que procura la solución racional de un problema y la inseguridad que late en todo arreglo voluntarioso de un conflicto. Saben que la buena razón, suya o del maestro, encuentra soluciones definitivas a todos los problemas de la ciencia bien planteados, mientras que la buena voluntad no basta para conciliar de modo duradero a dos bandos enfrentados por causas sentimentales o sociales.
Antes de la Revolución Francesa, los pueblos europeos tenían un problema político que resolver, encontrando la razón universal del mando y la obediencia. Pero a diferencia de la norteamericana, la francesa no tuvo sabios maestros que reconocieran y plantearan en sus propios términos el problema político. Los tenores de las facciones revolucionarias lo vieron, lo juzgaron y lo trataron como si fuera un conflicto social. Y naturalmente, la Gran Revolución terminó, como todos los conflictos, mediante una arreglo concordial de reparto, el que sustituyó la dictadura jacobina por la sinecura del Directorio. Y en ese bastardo arreglo estamos todavía, después de transcurridos doscientos diez años de irresponsabilidad política.
La concordia entre mandamases se transformó en reconciliación nacional, como si el problema no fuera político sino religioso, y el Estado de partido único se sustituyó por el de Partidos, como si la obediencia se legitimara por el hecho de turnar el mando entre varios. La primera causa del malestar cultural europeo, y la del peorestar español, consiste en que a nadie le satisface su modo de estar sujeto al Estado, cuando comprende que el problema del mando-obediencia no ha sido planteado, ni lógicamente resuelto, en dos siglos de confrontaciones sangrientas, causadas por la bárbara aplicación a la ciencia política de los métodos de componenda o superación propios de los conflictos sociales, es decir por las ideologías de clase o nacionalistas.
Si definimos el problema político veremos que la solución se desprende con evidencia, como en la ciencia, de la realidad de los datos que entran en la ecuación y de su correcto planteamiento. Se equivocan hombres tan inteligentes como Bertrand de Jouvenel cuando piensan que el problema político no tiene solución. Lo insoluble son los pseudo problemas creados por las ideologías, cuyas realizaciones fracasaron con demasiado estrépito.
La Revolución Francesa separó Estado y Sociedad, con el lógico desdoblamiento de la conciencia en dos lealtades, aparentemente incompatibles, que producía una conciencia política diferente de la conciencia social en la valoración de la libertad y de la justicia.
La inercia conservadora creyó que el nuevo conflicto se arreglaría con una vuelta a la situación anterior (Restauración). El anhelo de unidad pensó que el conflicto lo resolvería la ideología totalitaria, sea con un Estado conquistado por la reacción social (Fascismo-nazismo), sea con una sociedad conquistada por el Estado de la revolución inmediata o gradual (sovietismo-socialismo). La ideología liberal no le dio importancia a la separación de las dos conciencias porque creyó, con error, que la libertad de mercado las volvería a unir con un aburguesamiento general.
El final de la guerra fría puso al descubierto no solo la falsedad de todas las ideologías, sino que el problema político, la causa del malestar cultural, no lo causaba la natural separación de lo público y lo privado, sino la ausencia de control efectivo del Estado por la sociedad civil, lo cual convierte la relación mando-obediencia en servidumbre voluntaria.
Este problema político, como todos los problemas bien planteados, sí tiene una solución científica. Pues lo que causa el problema es precisamente la no separación de los poderes estatales y la no representación de la sociedad civil en el Estado de Partidos. La solución no ideológica del problema político es la democracia. Y solo los que no ven el problema rechazan esta sencilla y elegante solución de la ecuación política, que es la causa motriz del Movimiento Ciudadano hacia la República Constitucional.