La antigua doctrina cortesana distinguía dos clases de monarcas. Los que lo eran por legitimidad de su origen dinástico y los que lo eran por legitimidad de ejercicio de su función coronada. Cuando cualquiera de esas dos legitimidades parecía dudosa, y la situación del Reino se hacía inestable, los legitimistas y los situacionistas las sumaban. Esto ha sucedido en España con Juan Carlos I a partir del 23F.

Su derecho a ocupar el trono ya no solo proviene de Franco, y de la renuncia forzada de su padre, sino sobre todo de la legitimidad carismática que le dio, ante un pueblo asustado, su providencial comparecencia en televisión para anunciar a los españoles que podrían dormir tranquilos tras el aborto que él mismo hizo de la sonada del coronel Tejero. En aquella madrugada murió el débil monarquismo y nació el poderoso “juancarlismo”. El problema de la Monarquía se trasladaba de este modo a la falta de legitimidad del heredero de un Rey carismático. Entonces escribí un artículo en “El Mundo”, reproducido en “ABC”, sosteniendo la tesis de que la Monarquía solo la podría legitimar el heredero si los españoles lo aceptaban como Rey.

Ningún historiador ha desenmascarado todavía tan oportunista mito, que convertía en héroe repentino, digno del premio Nobel de la Paz, a quien el día anterior no se le reconocían cualidades mentales o de carácter para imponer su voluntad a los que le impusieron una función decorativa en la Monarquía de Partidos. Nadie exigió explicaciones parlamentarias a la dimisión de Suárez, antecedente causal del 23F, pese a que la justificó en el peligro de un golpe militar. Ningún medio de comunicación se preocupó de investigar el absurdo de la explicación oficial. Y el nuevo Rey carismático continuó disfrutando de la Corona, sin el menor asomo de carisma ni de influencia en los acontecimientos que han conducido a la situación actual de España como Estado sin Nación propia, exclusiva de otras Naciones.

Ningún historiador ha explicado los hechos que denuncié en otro artículo publicado también en “El Mundo”, donde dije que el propio Rey se autoinculpó en el mensaje televisado, cuando reconoció haberle dicho al capitán general de la región valenciana, con los tanques en la calle, que después de su última conversación por teléfono con él ya no podía dar marcha atrás. Yo no conocía el dato de que a las tres de la mañana se había retirado de la agencia Efe el texto enviado a dicho general, donde se aclaraba el misterioso mensaje televisado.

Dos días después de la publicación de mi artículo, en la entrega del premio Pelayo a juristas de reconocido prestigio, un señor que yo no conocía me dijo: soy fulano, Vd. ha sido el único que ha dicho la verdad sobre el 23F, yo mismo ordené al capitán zutano que retirara el texto de la agencia Efe sin dejar rastro, y la entrevista del Rey con el General Alfonso Armada, que se presentó de improviso el día 11F abandonando su destino, solo pudo celebrarse cancelando la audiencia concedida a D. Alfonso de Borbón. Concertamos un encuentro posterior donde el Sr. Fulano, que aún vive, me confirmó todo lo que yo había intuido. Fue la opereta de Tejero, para impedir un Gobierno militar con participación socialista, la que hizo desistir al Rey y los tenientes generales de su gran Opera.

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