JUAN GOYTISOLO.
El desencanto está a la orden del día. En el plano cultural -como en el político, social, económico, etcétera-, una atmósfera de pesimismo y desaliento ha reemplazado poco a poco el clima estimulante de fervor que caracterizó la primera fase del posfranquismo. Ciertamente, ello resultaba previsible desde el comienzo, tanto cuanto la altura de las expectativas no correspondía, ni mucho menos, con el techo bajísimo de las realidades. Imaginar que la liquidación de la dictadura iba a desencadenar un proceso de desarrollo cultural como el que se operó en el quinquenio de la Segunda República era hacer tabla rasa de los límites de la actual situación y, sobre todo, de su vicio de origen: olvidar que el dictador había muerto en la cama, que las libertades de que hoy disfrutamos no han sido el fruto de una victoria popular, si no de una inteligente decisión otorgada desde arriba.
Esta triste verdad, a la que los diferentes partidos de oposición han tenido que acomodarse a su estilo y manera -con celeridad y pragmatismo el PCE, a regañadientes pro forma el PSOE-, implicaba la dura necesidad de pagar el precio de una legalización concedida por decreto y sin que hubiese cambiado un ápice la correlación de fuerzas: aceptar que los promotores de la operación democrática fueran, mutato nomine, los mismos núcleos políticos y grupos de presión que habían medrado a la sombra del régimen anterior.
A este olmo de libertad no gestada -libertad de probeta- se le pedían unas peras que, lógicamente, no podía producir. La terca realidad de los hechos seha encargado de disipar en seguida las ilusiones que muchos abrigaban.Aun prescindiendo de este contexto castrador, quienes pensaban que bastaría con suprimir la censura para que brotaran de inmediato cien flores espléndidas pecaban del mismo optimismo ingenuo en que incurría Cadalso cuando afirmaba respecto a los escritores de su tiempo que «por un pliego que han publicado, han guardado noventa y nueve». El fenómeno de toda eclosión literaria obedece en realidad a procesos de elaboración lentísimos, en los que los vaivenes y azares de la política inciden sólo indirectamente y, a menudo, a contra tiempo.
El mecanicismo de la teoría de la superestructura es una simple leyenda piadosa cuya verosimilitud se ve continua mente desmentida por los he chos. Así, atribuir el extraordinario florecimiento de la literatura rusa de los años veinte al breve período de libertad posrevolucionaria es ignorar que dicha explosión se estaba incubando durante el zarismo, bajo el que publicaron sus obras no sólo Jlebnikov, Andrei Biely y Yessenin, si no también Pasternak, Maya kovsky y Ajmátova.