Las Cortes resultantes de los comicios del 15 de junio de 1977 no tenían formalmente el carácter de constituyentes. No, no eran Cortes constituyentes. Eran Cortes constituidas. Sin embargo, pronto se impuso la opinión de que su primera tarea debía ser la elaboración de una Constitución. Para su redacción se eligió una ponencia formada por diputados de todos los partidos que tenían representación en las Cortes (salvo la minoría vasca, que renunció). Estas Cortes habían sido elegidas de manera ordinaria para legislar bajo la presidencia de Adolfo Suárez, no tenían poderes constituyentes, ya que para redactar una Constitución es necesario que el pueblo elija unas Cámaras específicamente destinadas a esta función. Desde el punto de vista formal, para que un texto sea considerado como Constitución se exige un acto legitimador de la ciudadanía que otorgue poderes constituyentes a los diputados y senadores, sin este acto, que nunca se produjo, la Carta otorgada del 78 no cumple el requisito para ser denominada formalmente Constitución.

En España no hay elecciones presidenciales, solo hay votaciones al Parlamento, donde los partidos se reparten su cuota de poder en función de los votos obtenidos. El poder legislativo nombra al poder ejecutivo y juntos eligen al judicial. No hay elecciones separadas por lo que no hay separación de poderes. La Carta otorgada del 78 solo esquematiza sistemáticamente los poderes del Estado en sus distintos títulos, sin definir ningún mecanismo específico y normativo que separe el Estado de la nación. La inseparación de poderes es tan burda que el texto faculta a los miembros del gobierno a ocupar simultáneamente cargos de diputado (art. 70. 1. b), lo cual atenta contra el principio divisorio, cerrando el círculo de la unidad de poder cuando los corifeos de los partidos se reparten el órgano de gobierno de los jueces. El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano declama que «una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, carece de Constitución». Por lo tanto, desde un punto de vista material, al no separar los poderes, el texto del 78 tampoco es una Constitución.

La Carta Fundamental es uno de los pocos textos «constitucionales» que impone el pleno empleo, su artículo 35.1 reza que «todos los españoles tienen el deber de trabajar…». Después, como el pan y el vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, la patraña pseudoconstitucional transforma este deber en un derecho social al añadir «…y el derecho al trabajo…», cuando desde un punto de vista jurídico lo que es deber no puede ser derecho, y viceversa. Por si no fuera suficiente el embuste que supone semejante antinomia, la tasa de desempleo ha sido y es más alta que en otros países de nuestro entorno. A mayor abundamiento, si no se articula con mecanismos concretos no es posible hablar de este derecho, ni en su dimensión individual, ni mucho menos en su dimensión colectiva. Esto se debe a que ese supuesto derecho al trabajo lamentable e indudablemente no incluye la dotación para cada persona de un puesto de trabajo efectivo, por lo que estamos ante un claro ejemplo de incumplimiento del mandato constitucional. Ni lo cumple el poder público —primer destinatario de la norma—, que niega el ejercicio de ese derecho a los desempleados, ni lo cumple el ciudadano, inmerso a veces en una cultura del subsidio, que en modo alguno establece el deber de trabajo. En consecuencia, un papel no puede garantizar el pleno empleo, puesto que es una quimera irrealizable.

Siguiendo esta metodología, si examinamos con espíritu científico y con buena fe el texto del año 78, observamos una miríada de ejemplos en los que se cumple el mismo patrón: los mandatos constitucionales no se ejecutan. La evidencia de la verdad desplaza entonces la mentira colectiva arraigada en el imaginario colectivo de la sociedad, la neblina del engaño se deshace y se comienza a ver con claridad. Una «constitución» que contiene mandatos que no se cumplen no es Constitución. Y si se dice que «aquellos que no conocen su historia están condenados a repetirla», solo siendo conocedores de la mentira podemos remontar el río de la impostura hasta llegar a la verdad, aunque moleste a sus enemigos.

Lo que sucede es que si no se definen mecanismos específicos para su cumplimiento, en las normas se puede poner lo que se quiera. Por gracia de la palabra puede poner que «los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo» (art. 67.2) y al mismo tiempo imponer un sistema de listas en el que los diputados no son independientes, sino que obedecen órdenes del responsable del partido, convirtiéndose en meros apretabotones según indicación del portavoz: un dedo alzado es «sí»; dos dedos es un «no»; y si el portador levanta tres dedos el diputado debe abstenerse. ¡Qué pena que no nos ahorremos los sueldos de los parlamentarios sentando a una mesa a los cinco o seis líderes de los partidos; y que juntos aprueben las leyes, las ejecuten y nombren a los jueces, reproduciendo cada uno de ellos la aritmética proporcional obtenida en las urnas a su cuota de poder en el Estado!

Karl Loewenstein, uno de los padres del constitucionalismo moderno, clasificó las Constituciones por razón de su eficacia distinguiendo tres tipos: (1) normativas, en las que la Constitución tiene aplicación directa y hay concordancia entre norma y realidad; (2) nominales, de aplicación limitada y con principios que no siempre se aplican u observan; y (3) semánticas, en las que la Constitución no es más que una fachada para enmascarar una situación de poder establecida en beneficio de ciertas personas o grupos.[1] La Constitución, como Ley de leyes que debe ser, no puede tener mayor vicio que contener mandatos que no se cumplan. Tenemos una «criatura» (así la llamaban los periodistas durante el período en el que se elaboró) que solo tiene de Constitución su parte semántica, porque ni en su ejecución ni en su fundamento merece ese nombre. ¡Feliz día de la No Constitución!


[1] Loewenstein, Karl (1965). Political Power and Governmental Process, Chicago, University of Chicago, pp. 147 y ss.

3 COMENTARIOS

  1. Extraordinario y bellamente expresado el razonamiento por el cual, se observa claramente, como España carece de Constitución. Enhorabuena.

  2. Luminoso artículo, escrito con conocimiento de causa y mesura incisiva. Lo difundo. Necesitamos que el elector, el ciudadano, el compañero, el compatriota empiece a tomar estas píldoras de conocimiento politico para que salga de su inopia y de esta inexorable metástasis de indignidad que ya cumple 46 años. Estupenda píldora, compañero!

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