Hombre trajeado

El Diccionario de la Real Academia Española define la palabra «anómalo» como el adjetivo para designar lo que es ‘irregular, extraño’. Viene al caso traer esta definición porque el Colegio de la Abogacía de Madrid (antes Ilustre Colegio de Abogados de Madrid) ha descrito la situación penal de D. Álvaro García Ortiz como «un hecho anómalo y sin precedentes».

Sin precedentes desde luego que lo es, en tanto se trata de la primera vez que un fiscal general del Estado recibe una imputación penal en el ejercicio de su cargo. Pero de anómalo no tiene nada. Y no lo tiene porque su actuación deriva del propio funcionamiento orgánico de esa institución. Es lógica consecuencia de su designación directa por el jefe del ejecutivo.

Las razones por las que el Sr. García Ortiz no dimite son dos: la primera de orden personal, pues mientras se mantenga en el cargo podrá controlar la instrucción que se sigue contra él. No olvidemos la estructura jerárquica y principios de subordinación y obediencia debida que rigen la actuación de la Fiscalía, en cuya cúspide se sitúa.

Pero la segunda es aún de mayor gravedad, pues rebosa lo personal para entrar en lo institucional. Esa razón es de pura corrupción moral derivada de la organización de la Fiscalía, y consiste en la absoluta conciencia de que está cumpliendo fielmente la misión para la que ha sido elegido. Es la simple consecuencia de la configuración de la Fiscalía como estructura dominada por un fiscal general del Estado elegido por el Gobierno, que lleva a su jefe a hacer a la prensa la pregunta retórica sobre de quién depende aquélla.

Esto será un aperitivo si finalmente, y como parece (al estar de acuerdo los partidos del Gobierno y oposición), sale adelante la reforma procesal penal para sustraer las competencias instructoras al juez y atribuirlas al fiscal.

La solución es tan simple como ajena a cualquier voluntad política: la auténtica unidad de las carreras fiscal y judicial dentro de una Justicia independiente regida por un órgano de gobierno separado del poder político orgánicamente, garantizando así la integridad de la función de defensor del derecho propia del Ministerio Público.

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