La reforma del coloquialmente llamado poder judicial en Méjico, impulsada por su presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), supone un paso decidido hacia el totalitarismo, bajo la excusa de su democratización. Sin embargo, la justicia, como el ejército o como la familia, no puede ser democrática. Como si lo justo dependiera de lo que opine la mayoría. Otra cosa es que su independencia de los poderes políticos sea requisito imprescindible en una democracia.
En realidad, quienes apelan a una «justicia democrática», como AMLO, lo que quieren es su control a través de los poderes fácticos con los que cohabitan o, en el mejor de los casos, y tampoco es nada bueno, la Ley de Lynch. Efectivamente, no es lo mismo la justicia en una democracia ―que se refiere a las reglas institucionales que garantizan su independencia y separación en origen de los poderes políticos del estado y de la nación― que justicia democrática. Esta última atañe al fundamento de su aplicación.
En los países con derecho codificado de origen romanístico los jueces son intérpretes de la legislación. Al contrario, en los de formación consuetudinaria, como Reino Unido o los Estados Unidos de América, son creadores del mismo a través del precedente. En tal diferencia fundamental reside la razón de que mientras en los primeros la elección de los órganos de gobierno de la Justicia y su ordenación administrativa sea de extracción técnica, en los segundos sea de elección política.
Mientras que en los países de tradición jurídica codificada el juez realiza una labor jurisprudencial hermenéutica, en los anglosajones es verdadero legislador. Por eso, y dada esa adicional fuente del derecho a la creación normativa mediante representantes legislativos, en estos últimos la elección de su Gobierno es análoga y corresponde al mismo cuerpo electoral común que el legislativo.
Méjico, por herencia española, está entre esos primeros países caracterizados por el positivismo legal. Y aunque, a diferencia de España, la jurisprudencia sí se configura como fuente del derecho, como la doctrina, lo es con carácter residual y siempre sometido a la ley positiva que se establece como fuente principal.
Por tanto, tanto en España como en Méjico la neutralidad del poder judicial (casi nulo,en palabras de Montesquieu) exige que para su misión de concreción y privación de derechos, el juez, en el ejercicio de sus funciones, esté libre de influencias o intervenciones extrañas que provengan no sólo del Gobierno o del parlamento, sino también del electorado político o cualquier otro grupo de presión, dado ese carácter legislado de nuestro ordenamiento jurídico, no consuetudinario.
Cuando la justicia legal es positivada por verdaderos representantes legisladores, la independencia judicial en su interpretación ―ya que no crea la ley― no se podrá alcanzar nunca si el coloquialmente llamado poder judicial y sus miembros son elegidos por el mismo cuerpo que designa a los poderes políticos. Sin embargo, sí entra en buena lógica jurídica cuando el derecho es creado por la propia jurisprudencia, ya que el juez en tal caso está asumiendo una función legisladora.
Por eso, tanto en Méjico como en España la independencia personal de los jueces y, aun más importante, la institucional de la justicia, por las características de sus sistemas de fuentes, sólo puede asegurarse mediante la elección de la presidencia de su órgano de gobierno de forma mayoritaria entre todos los operadores jurídicos. Desde el presidente del tribunal más elevado hasta el bedel del juzgado del pueblo más recóndito, con igualdad de voto.