España como puzzle

El ínfimo nivel de la clase política española exuda discursos indigeribles, que sin embargo se asumen por los gobernados como si tal cosa. Un caso de particular atención es el falso mensaje federalizante del presidente del Gobierno con motivo del nuevo chantaje económico del separatismo catalán, que la oposición define como decidida apuesta por la confederación ibérica.

Si Sánchez dice que el proyectado nuevo régimen fiscal conduce hacia una descentralización federal, la oposición lo califica como embrión de la confederación. No contentos, la facción madrileña del Partido Popular matiza que si ellos fueran un estado estarían a la cabeza de los de mayor capacidad económica de Europa. Ni unos ni otros saben de lo que hablan, haciéndose precisa la clarificación de los conceptos.

Para centrar la cuestión, lo primero es deslindar el federalismo proudhoniano ―de raíz anarquista y que se refiere a la organización social a través de la agrupación de pequeñas comunidades autogobernadas y de instituciones como el mutualismo― del federalismo territorial ―mediante la unión de distintos estados―. A este último es al que se refieren tirios y troyanos.

Las dos diferencias más importantes entre federación y confederación son las competencias residuales y la representación en la asamblea federal y confederal respectivamente.

Por un lado y más importante, en la federación los estados no tienen más competencias que las expresamente atribuidas constitucionalmente, de modo que las competencias residuales, las no reservadas específicamente a los estados, pertenecen a la federación. Al contrario, en las confederaciones, la entidad resultante no tiene más competencias que las atribuidas expresamente por los países así unidos, de modo que las competencias residuales pertenecen a los estados que se unen en pacto confederal.

La otra gran diferencia es que mientras que en la asamblea federal se encuentran supuestamente representados los gobernados de la federación, en la confederal están presentes los estados confederados.

Conociendo esto, fácilmente se puede llegar a la conclusión de la incompatibilidad de la realidad histórica española tanto con la federación como con la confederación, ya que, si quisiéramos construir en España cualquiera de estos modelos, primero habría que romperla en tantos pedazos como estados a unir luego en el correspondiente pacto. Lo que resulta imposible es pasar de una organización regional autonómica a un Estado federal o confederal sin revestir primero de plena, absoluta e ilimitada soberanía estatal mediante la independencia de cada uno de los estados.

Descartadas  tanto la solución federal como la confederal ―por incompatibles con la realidad nacional española, que es única, al no existir más Estado que el español―, fracasada la autonómica, inasumible la centralista, y frente al antidemocrático activismo cultural y político de los nacionalismos estatalistas periféricos, no queda más remedio que acudir a la razón de su potencia y poder en el Estado para plantear la solución a la problemática de la cuestión territorial.

Tal situación de fuerza tiene su origen en un sentimiento antiespañol propiciado por la Transición, que estableció como premisa la permanencia en el poder de los servidores últimos de la dictadura; hombres que oprimieron conscientemente lenguas, culturas y sentimientos de catalanes, vascos y gallegos, y que éstos continuaban viendo como represores después en el nuevo régimen, llevándoles a identificar directamente la conciencia nacional española con el fascismo. Se olvidan interesadamente de que estos elementos represores fueron apoyados y mantenidos en el poder precisamente por los dirigentes del nacionalismo clandestino, que no tuvieron reparos en aceptar la situación mientras fueran invitados a los salones del poder, acreditando así su voluntad única de conquistar Estado, sin importar cuál fuera éste.

Resulta evidente la dificultad de encontrar el cauce político por donde hacer discurrir y encauzar las emociones y sentimientos generados por una auténtica realidad ideológica nacionalista que, como la propia nación, es innegable que existe.

La única alternativa democrática que funcionaría como elemento neutralizador e integrador que acabe con el actual proceso centrifugador del Estado ―potenciado por el actual mecanismo constitucional, que permite mantener abierto un proceso continuo de transferencias competenciales a las autonomías―, es el presidencialismo. Éste asegura la unidad del Estado porque el presidente es elegido directamente por todos los gobernados y porque obliga a los candidatos a incluir en sus programas las aspiraciones legítimas de los diferentes pueblos. La aplicación del sistema presidencialista a los municipios los  constituirá en auténticos poderes locales que permitiría su descentralización del Estado y la eliminación de las oligarquías políticas regionales generadas por el Estado de las autonomías.

Si el presidencialismo garantiza la representación de los intereses regionales ante el ejecutivo, sin dar lugar a la desintegración de la unidad del Estado, su presencia en el legislativo sólo encuentra efectivo equilibrio representativo a través del establecimiento del sistema mayoritario por distrito electoral uninominal de los legisladores, en el que la votación otorgue una situación de igualdad a todos los ciudadanos independientemente de la localidad o provincia donde se hallen o de la adscripción del candidato a un partido de implantación estatal o solamente regional.

En definitiva, la cuestión nacional de España es indisoluble a la solución de la crisis de esta monarquía de partidos, autonomías y poderes inseparados, y no quedará resuelta hasta que no se afronte.

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